El mediodía radiante en que coronaron a Dulce Rosa Orellano con los jazmines de la Reina del Carnaval, las madres de las otras candidatas murmuraron que se trataba de un premio injusto, que se lo daban a ella sólo porque era la hija del Senador Anselmo Orellano, el hombre más poderoso de toda la provincia. Admitían que la muchacha resultaba agraciada, tocaba el piano y bailaba como ninguna, pero había otras postulantes a ese galardón mucho más hermosas.
La vieron de pie en el estrado, con su vestido de organza y su corona de flores saludando a la muchedumbre y entre dientes la maldijeron. Por eso, algunas de ellas se alegraron cuando meses más tarde el infortunio entró en la casa de los Orellano sembrando tanta fatalidad, que se necesitaron veinticinco años para cosecharla.
La noche de la elección de la reina hubo baile en la Alcaldía de Santa
Teresa y acudieron jóvenes de remotos pueblos para conocer a Dulce Rosa. Ella
estaba tan alegre y bailaba con tanta ligereza que muchos no percibieron que en
realidad no era la más bella, y cuando regresaron a sus puntos de partida
dijeron que jamás habían visto un rostro como el suyo. Así adquirió inmerecida
fama de hermosura y ningún testimonio posterior pudo desmentirla. La exagerada
descripción de su piel traslúcida y sus ojos diáfanos, pasó de boca en boca y
cada quien le agregó algo de su propia fantasía. Los poetas de ciudades
apartadas compusieron sonetos para una doncella hipotética de nombre Dulce
Rosa.
El rumor de esa belleza floreciendo en la casa del Senador Orellano
llegó también a oídos de Tadeo Céspedes, quien nunca imaginó conocerla, porque
en los años de su existencia no había tenido tiempo de aprender versos ni mirar
mujeres. Él se ocupaba sólo de la Guerra Civil. Desde que empezó a afeitarse el
bigote tenía un arma en la mano y desde hacía mucho vivía en el fragor de la
pólvora. Había olvidado los besos de su madre y hasta los cantos de la misa. No
siempre tuvo razones para ofrecer pelea, porque en algunos períodos de tregua
no había adversarios al alcance de su pandilla, pero incluso en esos tiempos de
paz forzosa vivió como un corsario. Era hombre habituado a la violencia.
Cruzaba el país en todas direcciones luchando contra enemigos visibles, cuando
los había, y contra las sombras, cuando debía inventarlos, y así habría
continuado si su partido no gana las elecciones presidenciales. De la noche a
la mañana pasó de la clandestinidad a hacerse cargo del poder y se le
terminaron los pretextos para seguir alborotando.
La última misión de Tadeo Céspedes fue la expedición punitiva a Santa
Teresa. Con ciento veinte hombres entró al pueblo de noche para dar un
escarmiento y eliminar a los cabecillas de la oposición. Balearon las ventanas
de los edificios públicos, destrozaron la puerta de la iglesia y se metieron a
caballo hasta el altar mayor, aplastando al Padre Clemente que se les plantó
por delante, y siguieron al galope con un estrépito de guerra en dirección a la
villa del Senador Orellano, que se alzaba plena de orgullo sobre la colina.
A la cabeza de una docena de sirvientes leales, el Senador esperó a
Tadeo Céspedes, después de encerrar a su hija en la última habitación del patio
y soltar a los perros. En ese momento lamentó, como tantas otras veces en su
vida, no tener descendientes varones que lo ayudaran a empuñar las armas y
defender el honor de su casa. Se sintió muy viejo, pero no tuvo tiempo de
pensar en ello, porque vio en las laderas del cerro el destello terrible de
ciento veinte antorchas que se aproximaban espantando a la noche. Repartió las últimas
municiones en silencio. Todo estaba dicho y cada uno sabía que antes del
amanecer debería morir como un macho en su puesto de pelea.
—El último tomará la llave del cuarto donde está mi hija y cumplirá con
su deber —dijo el Senador al oír los primeros tiros.
Todos esos hombres habían visto nacer a Dulce Rosa y la tuvieron en sus
rodillas cuando apenas caminaba, le contaron cuentos de aparecidos en las
tardes de invierno, la oyeron tocar el piano y la aplaudieron emocionados el
día de su coronación como Reina del Carnaval. Su padre podía morir tranquilo,
pues la niña nunca caería viva en las manos de Tadeo Céspedes. Lo único que
jamás pensó el Senador Orellano fue que a pesar de su temeridad en la batalla,
el último en morir sería él. Vio caer uno a uno a sus amigos y comprendió por
fin la inutilidad de seguir resistiendo. Tenía una bala en el vientre y la
vista difusa, apenas distinguía las sombras trepando por las altas murallas de
su propiedad, pero no le falló el entendimiento para arrastrarse hasta el
tercer patio. Los perros reconocieron su olor por encima del sudor, la sangre y
la tristeza que lo cubrían y se apartaron para dejarlo pasar. Introdujo la
llave en la cerradura, abrió la pesada puerta y a través de la niebla metida en
sus ojos vio a Dulce Rosa aguardándolo. La niña llevaba el mismo vestido de
organza usado en la fiesta de Carnaval y había adornado su peinado con las
flores de la corona.
—Es la hora, hija —dijo gatillando el arma mientras a sus pies crecía un
charco de sangre.
—No me mate, padre —replicó ella con voz firme—. Déjeme viva, para
vengarlo y para vengarme.
El Senador Anselmo Orellano observó el rostro de quince años de su hija
e imaginó lo que haría con ella Tadeo Céspedes, pero había gran fortaleza en
los ojos transparentes de Dulce Rosa y supo que podría sobrevivir para castigar
a su verdugo. La muchacha se sentó sobre la cama y él tomó lugar a su lado,
apuntando la puerta.
Cuando se calló el bullicio de los perros moribundos, cedió la tranca,
saltó el pestillo y los primeros hombres irrumpieron en la habitación, el
Senador alcanzó a hacer seis disparos antes de perder el conocimiento. Tadeo
Céspedes creyó estar soñando al ver un ángel coronado de jazmines que sostenía
en los brazos a un viejo agonizante, mientras su blanco vestido se empapaba de
rojo, pero no le alcanzó la piedad para una segunda mirada, porque venía
borracho de violencia y enervado por varias horas de combate.
—La mujer es para mí —dijo antes de que sus hombres le pusieran las
manos encima.
Amaneció un viernes plomizo, teñido por el resplandor del incendio. El
silencio era denso en la colina. Los últimos gemidos se habían callado cuando
Dulce Rosa pudo ponerse de pie y caminar hacia la fuente del jardín, que el día
anterior estaba rodeada de magnolias y ahora era sólo un charco tumultuoso en
medio de los escombros. Del vestido no quedaban sino jirones de organza, que
ella se quitó lentamente para quedar desnuda. Se sumergió en el agua fría. El
sol apareció entre los abedules y la muchacha pudo ver el agua volverse rosada
al lavar la sangre que le brotaba entre las piernas y la de su padre, que se
había secado en su cabello. Una vez limpia, serena y sin lágrimas, volvió a la
casa en ruinas, buscó algo para cubrirse, tomó una sábana de bramante y salió
al camino a recoger los restos del Senador. Lo habían atado de los pies para
arrastrarlo al galope por las laderas de la colina hasta convertirlo en un
guiñapo de lástima, pero guiada por el amor, su hija pudo reconocerlo sin
vacilar. Lo envolvió en el paño y se sentó a su lado a ver crecer el día. Así
la encontraron los vecinos de Santa Teresa cuando se atrevieron a subir a la
villa de los Orellano. Ayudaron a Dulce Rosa a enterrar a sus muertos y a
apagar los vestigios del incendio y le suplicaron que se fuera a vivir con su
madrina a otro pueblo, donde nadie conociera su historia, pero ella se negó.
Entonces formaron cuadrillas para reconstruir la casa y le regalaron seis
perros bravos para cuidarla.
Desde el mismo instante en que se llevaron a su padre aún vivo, y Tadeo
Céspedes cerró la puerta a su espalda y se soltó el cinturón de cuero, Dulce
Rosa vivió para vengarse. En los años siguientes ese pensamiento la mantuvo
despierta por las noches y ocupó sus días, pero no borró del todo su risa ni
secó su buena voluntad. Aumentó su reputación de belleza, porque los cantores
fueron por todas partes pregonando sus encantos imaginarios, hasta convertirla
en una leyenda viviente. Ella se levantaba cada día a las cuatro de la
madrugada para dirigir las faenas del campo y de la casa, recorrer su propiedad
a lomo de bestia, comprar y vender con regateos de sirio, criar animales y
cultivar las magnolias y los jazmines de su jardín. Al caer la tarde se quitaba
los pantalones, las botas y las armas y se colocaba los vestidos primorosos,
traídos de la capital en baúles aromáticos. Al anochecer comenzaban a llegar
sus visitas y la encontraban tocando el piano, mientras las sirvientas
preparaban las bandejas de pasteles y los vasos de horchata. Al principio
muchos se preguntaron cómo era posible que la joven no hubiera acabado en una
camisa de fuerza en el sanatorio o de novicia en las monjas carmelitas, sin
embargo, como había fiestas frecuentes en la villa de los Orellano, con el
tiempo la gente dejó de hablar de la tragedia y se borró el recuerdo del
Senador asesinado. Algunos caballeros de renombre y fortuna lograron
sobreponerse al estigma de la violación y, atraídos por el prestigio de belleza
y sensatez de Dulce Rosa, le propusieron matrimonio. Ella los rechazó a todos,
porque su misión en este mundo era la venganza.
Tadeo Céspedes tampoco pudo quitarse de la memoria esa noche aciaga. La
resaca de la matanza y la euforia de la violación se le pasaron a las pocas
horas, cuando iba camino a la capital a rendir cuentas de su expedición de
castigo. Entonces acudió a su mente la niña vestida de baile y coronada de
jazmines, que lo soportó en silencio en aquella habitación oscura donde el aire
estaba impregnado de olor a pólvora. Volvió a verla en el momento final, tirada
en el suelo, mal cubierta por sus harapos enrojecidos, hundida en el sueño
compasivo de la inconsciencia y así siguió viéndola cada noche en el instante
de dormir, durante el resto de su vida. La paz, el ejercicio del gobierno y el
uso del poder lo convirtieron en un hombre reposado y laborioso. Con el
transcurso del tiempo se perdieron los recuerdos de la Guerra Civil y la gente
empezó a llamarlo don Tadeo. Se compró una hacienda al otro lado de la sierra,
se dedicó a administrar justicia y acabó de alcalde. Si no hubiera sido por el
fantasma incansable de Dulce Rosa Orellano, tal vez habría alcanzado cierta
felicidad, pero en todas las mujeres que se cruzaron en su camino, en todas las
que abrazó en busca de consuelo y en todos los amores perseguidos a lo largo de
los años, se le aparecía el rostro de la Reina del Carnaval. Y para mayor
desgracia suya, las canciones que a veces traían su nombre en versos de poetas
populares no le permitían apartarla de su corazón. La imagen de la joven creció
dentro de él, ocupándolo enteramente, hasta que un día no aguantó más. Estaba
en la cabecera de una larga mesa de banquete celebrando sus cincuenta y siete
años, rodeado de amigos y colaboradores, cuando creyó ver sobre el mantel a una
criatura desnuda entre capullos de jazmines y comprendió que esa pesadilla no
lo dejaría en paz ni después de muerto. Dio un golpe de puño que hizo temblar
la vajilla y pidió su sombrero y su bastón.
—¿Adónde va, don Tadeo? —preguntó el Prefecto—. A reparar un daño
antiguo —respondió saliendo sin despedirse de nadie.
No tuvo necesidad de buscarla, porque siempre supo que se encontraba en
la misma casa de su desdicha y hacia allá dirigió su coche. Para entonces
existían buenas carreteras y las distancias parecían más cortas. El paisaje
había cambiado en esas décadas, pero al dar la última curva de la colina
apareció la villa tal como la recordaba antes de que su pandilla la tomara por
asalto. Allí estaban las sólidas paredes de piedra de río que él destruyera con
cargas de dinamita, allí los viejos artesonados de madera oscura que prendieron
en llamas, allí los árboles de los cuales colgó los cuerpos de los hombres del
Senador, allí el patio donde masacró a los perros. Detuvo su vehículo a cien
metros de la puerta y no se atrevió a seguir, porque sintió el corazón
explotándole dentro del pecho. Iba a dar media vuelta para regresar por donde
mismo había llegado, cuando surgió entre los rosales una figura envuelta en el
halo de sus faldas. Cerró los párpados deseando con toda su fuerza que ella no
lo reconociera. En la suave luz de la seis percibió a Dulce Rosa Orellano que
avanzaba flotando por los senderos del jardín. Notó sus cabellos, su rostro
claro, la armonía de sus gestos, el revuelo de su vestido y creyó encontrarse
suspendido en un sueño que duraba ya veinticinco años.
—Por fin vienes, Tadeo Céspedes —dijo ella al divisarlo, sin dejarse
engañar por su traje negro de alcalde ni su pelo gris de caballero, porque aún
tenía las mismas manos de pirata.
—Me has perseguido sin tregua. No he podido amar a nadie en toda mi
vida, sólo a ti —murmuró él con la voz rota por la vergüenza.
Dulce Rosa Orellano suspiró satisfecha. Lo había llamado con el
pensamiento de día y de noche durante todo ese tiempo y por fin estaba allí.
Había llegado su hora. Pero lo miró a los ojos y no descubrió en ellos ni
rastro del verdugo, sólo lágrimas frescas. Buscó en su propio corazón el odio
cultivado a lo largo de su vida y no fue capaz de encontrarlo. Evocó el
instante en que le pidió a su padre el sacrificio de dejarla con vida para
cumplir un deber, revivió el abrazo tantas veces maldito de ese hombre y la
madrugada en la cual envolvió unos despojos tristes en una sábana de bramante.
Repasó el plan perfecto de su venganza pero no sintió la alegría esperada,
sino, por el contrario, una profunda melancolía. Tadeo Céspedes tornó su mano
con delicadeza y besó la palma, mojándola con su llanto. Entonces ella
comprendió aterrada que de tanto pensar en él a cada momento, saboreando el
castigo por anticipado, se le dio vuelta el sentimiento y acabó por amarlo.
En los días siguientes ambos levantaron las compuertas del amor
reprimido y por vez primera en sus ásperos destinos se abrieron para recibir la
proximidad del otro. Paseaban por los jardines hablando de sí mismos, sin
omitir la noche fatal que torció el rumbo de sus vidas. Al atardecer, ella
tocaba el piano y él fumaba escuchándola hasta sentir los huesos blandos y la
felicidad envolviéndolo como un manto y borrando las pesadillas del tiempo
pasado. Después de cenar Tadeo Céspedes partía a Santa Teresa, donde ya nadie
recordaba la vieja historia de horror. Se hospedaba en el mejor hotel y desde
allí organizaba su boda, quería una fiesta con fanfarria, derroche y bullicio,
en la cual participara todo el pueblo. Descubrió el amor a una edad en que
otros hombres han perdido la ilusión y eso le devolvió la fortaleza de su
juventud. Deseaba rodear a Dulce Rosa de afecto y belleza, darle todas las
cosas que el dinero pudiera comprar, a ver si conseguía compensar en sus años
de viejo, el mal que le hiciera de joven. En algunos momentos lo invadía el
pánico. Espiaba el rostro de ella en busca de los signos del rencor, pero sólo
veía la luz del amor compartido y eso le devolvía la confianza. Así pasó un mes
de dicha.
Dos días antes del casamiento, cuando ya estaban armando los mesones de
la fiesta en el jardín, matando las aves y los cerdos para la comilona y
cortando las flores para decorar la casa, Dulce Rosa Orellano se probó el
vestido de novia. Se vio reflejada en el espejo, tan parecida al día de su
coronación como Reina del Carnaval, que no pudo seguir engañando a su propio
corazón. Supo que jamás podría realizar la venganza planeada porque amaba al
asesino, pero tampoco podría callar al fantasma del Senador, así es que
despidió a la costurera, tomó las tijeras y se fue a la habitación del tercer
patio que durante todo ese tiempo había permanecido desocupada.
Tadeo Céspedes la buscó por todas partes, llamándola desesperado. Los
ladridos de los perros lo condujeron al otro extremo de la casa. Con ayuda de
los jardineros echó abajo la puerta trancada y entró al cuarto donde una vez
viera a un ángel coronado de jazmines. Encontró a Dulce Rosa Orellano tal como
la viera en sueños cada noche de su existencia, con el mismo vestido de organza
ensangrentado, y adivinó que viviría hasta los noventa años, para pagar su
culpa con el recuerdo de la única mujer que su espíritu podía amar.
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