Estamos detenidos en el umbral del paradero, esperamos el ómnibus. Es la hora del último día. Hemos caminado hasta aquí durante años, a veces entre juegos, escondiéndonos, explorando atajos y demás recovecos. Estas calles son nuestras, conocemos sus medidas inequívocas de ida y vuelta. Pero hoy lo he llevado despacio, respetando su momento. He escuchado a lo lejos el bullicio de la avenida principal.
El calor confrontaba sin arder, el sol era autoritario pero dejaba respirar, permitía dar pase a eventuales bocanadas de aire. He calculado mentalmente las pisadas, siguiendo el olor de los emolientes y henos al fin, a punto de subir.
El ómnibus se detiene y abre sus puertas. Me acerco y estiro la mano para intentar recibir una ayuda que nadie manifiesta, tiro la correa. Bonzo mueve las patas a duras penas como obligándose a no dejarse vencer por el envejecimiento. Bonzo es de tamaño mediano aunque ahora es lento y pesado, varios kilos de bondad hay en él. La gente se hace a un lado, reniegan tener que cedernos un espacio. Imagino en sus rostros los surcos siniestros del fruncido en los entrecejos, de los gestos más de repugnancia que de piedad por su estado enfermizo, informe, oxidado y desmedrado. Le pido al chofer que por favor me avise en el último óvalo. «Perfecto, le aviso a falta de una cuadra, esté atento», me dice. Emprendemos la marcha.
Transcurrió
el tiempo y me tocó crecer, superándolo en tamaño y fuerzas. Ya no me derribaba
al suelo, por el contrario, tenía que alzarlo para poder abrazarlo. Una tarde
nos escapamos sin permiso a bañarnos en las orillas del río, él quería salir a
como diera lugar. Me llevó por zonas inhóspitas que no conocía, evadiendo
charcos que embarraban mis zapatos, arbustos que rasgaban mi camisa y trochas
sinuosas en las que resbalaba. Me dejé guiar, el placer de ser libres hacía que
todo valiera la pena. Nadamos juntos por horas, siempre pendiente de sus
chapoteos y él de los míos. Al regresar, papá y mamá nos estuvieron esperando
en la calle, furiosos, pero aliviados de tenernos de nuevo con ellos. Nos
castigaron a ambos y nos prohibieron salir por meses. Éramos un par llenos de
vitalidad en días inacabables, pero al cabo de un periodo más, comenzó a
enfermar de manera progresiva, sistemática. Cuando me enteré que cada año
humano para él significaban cinco y que a mis dieciocho, Bonzo ya había llegado
a la edad en la que se cumplen todas las edades sin dar marcha atrás; cuando me
enteré de eso, mi paisaje en el jardín de mis sombras se estremeció,
irredimible.
Llegamos transidos y extenuados por los tumbos del viaje. El aire de aquí es seco, sin ruido, no se mueve, parece dormido y tan alejado de la vida como alma en pena. El camino ha desembocado en este desierto en donde el amor se extingue, la fe se evapora y el rencor se queda sin luz, en la oscuridad del dolor. Me dijeron que debo ir a una casona antigua al doblar la esquina. Ahora mi andar y el de él son vacilantes, inseguros. Jamás hubo, como ahora, miedo en nuestras pisadas. No sabemos si dar o no el siguiente paso. Dudamos aferrándonos el uno al otro, pegados a la pared, la incertidumbre es mutua. «¿Qué puedo hacer?», pienso. De inmediato me asalta otra pregunta que resulta inevitable ante el temor: «¿Qué sucederá a partir de ahora en adelante?». La desesperación y la fragilidad aumentan. Al doblar la esquina, en efecto, encontramos la casona antigua. Lo abrazo. Toco la cerca de madera. Tras unos minutos, un hombre sale a recibirnos. Pasamos a un ambiente al parecer frío, o no sé, pero estoy temblando, siento que algo moja el suelo desde arriba o quizá es porque tengo húmedas las mejillas. Respiro muy hondo. Exhalo. Me acerco a Bonzo para olerlo por última vez. Cuánto hubiese querido que mis ojos, ciegos a los pocos años de nacer, algún día lo hubiesen podido ver.
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