En la madrugada del último sábado, quizá cuando ya la trompeta del arcángel había dado el toque de queda- alguien golpeó a las puertas del Infierno. El portero de turno -vestido con un pijama de fuego- se apresuró a atender al trasnochado visitante y vio a un hombre joven, rubio, nervioso, con la dentadura montada en oro legítimo y los huesos montados en plomo de grueso calibre.
Tal vez no dijo una palabra el recién llegado. Tal vez se quedó silencioso, jadeante, parado en el umbral eterno, aguardando la voz que le ordenase entrar. Debió pasar un siglo antes de que el portero, todavía con las imágenes del último sueño pegadas a los párpados y todavía sin reconocer al visitante, diera la orden de pasar adelante, de acuerdo con las más elementales normas de la cortesía infernal.
Una vez adentro, el huésped desocupó sus bolsillos y colocó el contenido de ellos en la mesa de nogal que debe de haber en la sala de recibo del Infierno. Dos revólveres, ochenta cartuchos, setecientos pesos en efectivo y dos escapularios fue lo que alcanzó a distinguir el portero, medio asombrado, medio confundido y con el libro de actas abierto y listo para llenar los requisitos del registro civil. ¿El nombre del recién llegado? Marco Tulio Triana, alias "Lamparilla". ¿Torero? No. Bandolero de profesión y criminal; por más señas. ¿Causas de la muerte? Muerte natural. ¿Natural? (el portero hizo un gesto que era a la vez de duda y de sospecha).
¿Por qué decía el visitante que había fallecido de muerte natural
cuando tenía el cuerpo cosido de proyectiles? "Lamparilla", eterno
ya, transfigurado por el escabroso viaje metafísico, hizo la aclaración:
"Para un hombre como yo, ocho proyectiles después de una reyerta es muerte
natural, la más natural de todas las muertes. Una pulmonía o un ataque de
apendicitis habría sido un epílogo artificial, completamente falso para un
bandolero con dignidad".
Mientras tanto, en Toro, tranquilo pueblecito del Valle del
Cauca, el cuerpo ametrallado de "Lamparilla" reposaba, quieto y
glacial, en un salón de baile, rodeado de mujeres patéticas y de hombres
turbios, oscurecidos. Su entierro sería una nutrida procesión de curiosos.
Adelante, donde los entierros burgueses llevan
los ciriales, irían los tres ladrones más connotados de la región, presidiendo
el cortejo en mitad del cual, y en hombros de sus amigos, iría el cuerpo
reventado del muerto que permaneció toda la noche en cámara ardiente en la
inspección de policía. Dará la impresión, cuando pase el cortejo, de que el
ataúd se lleva todo el espanto, todo el desasosiego nocturno, todas las
pesadillas de la comarca. Se le verá doblar la última esquina del pueblo al ataúd
ladeado, alto, primitivo, en medio de un silencio casi sólido, casi concreto,
que podría preceder a un grito de mujer.
Sin embargo, en el Infierno hay una especie de revolución. En
medio de los revólveres, los cartuchos, los setecientos pesos robados y la
historia desapacible, hay dos escapularios y una palabra de arrepentimiento a
última hora. Tal vez la historia no pasará de allí. Tal vez no se había llegado
a una conclusión definitiva en el juicio final, cuando el sepulturero echó la
primera palada de tierra y una mujer empezó a sollozar por detrás de un dolor
barato, inconsistente. Eso fue todo, antes de que el portero infernal,
trasnochado y confundido, dijera al visitante, ocho siglos después de haber
tocado a la puerta: "El caso sería sencillísimo, si no fuera por los
escapularios".
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