—¿Qué harías si supieras que esta es la última noche del mundo?
—¿Qué haría? ¿Lo dices en serio?
—Sí, en serio.
—No sé. No lo he pensado.
El hombre se sirvió un poco más de
café.
En el fondo del vestíbulo las niñas jugaban sobre la alfombra con unos
cubos de madera, bajo la luz de las lámparas verdes. En el aire de la tarde
había un suave y limpio olor a café tostado.
—Bueno, será mejor que empieces a
pensarlo.
—¡No lo dirás en serio!
El hombre asintió.
—¿Una guerra?
El hombre sacudió la cabeza.
—¿No la bomba atómica, o la bomba de
hidrógeno?
—No.
—¿Una guerra bacteriológica?
—Nada de eso —dijo el hombre,
revolviendo suavemente el café—. Solo, digamos, un libro que se cierra.
—Me parece que no entiendo.
—No. Y yo tampoco, realmente. Solo es
un presentimiento. A veces me asusta. A veces no siento ningún miedo, y solo
una cierta paz —miró a las niñas y los cabellos amarillos que brillaban a la
luz de la lámpara—. No te lo he dicho. Ocurrió por vez primera hace cuatro
noches.
—¿Qué?
—Un sueño. Soñé que todo iba a
terminar. Me lo decía una voz. Una voz irreconocible, pero una voz de todos
modos. Y me decía que todo iba a detenerse en la Tierra. No pensé mucho en ese
sueño al día siguiente, pero fui a la oficina y a media tarde sorprendí a Stan
Willis mirando por la ventana, y le pregunté: “¿Qué piensas, Stan?”, y él me
dijo: “Tuve un sueño anoche”. Antes de que me lo contara yo ya sabía qué sueño
era ese. Podía habérselo dicho. Pero dejé que me lo contara.
—¿Era el mismo sueño?
—Idéntico. Le dije a Stan que yo
había soñado lo mismo. No pareció sorprenderse. Al contrario, se tranquilizó.
Luego nos pusimos a pasear por la oficina, sin darnos cuenta. No concertamos
nada. Nos pusimos a caminar, simplemente cada uno por su lado, y en todas partes
vimos gentes con los ojos clavados en los escritorios o que se observaban las
manos o que miraban la calle. Hablé con algunos. Stan hizo lo mismo.
—¿Y todos habían soñado?
—Todos. El mismo sueño, exactamente.
—¿Crees que será cierto?
—Sí, nunca estuve más seguro.
—¿Y para cuándo terminará? El mundo,
quiero decir.
—Para nosotros, en cierto momento de
la noche. Y a medida que la noche vaya moviéndose alrededor del mundo, llegará
el fin. Tardará veinticuatro horas.
Durante unos instantes no tocaron el
café. Luego levantaron lentamente las tazas y bebieron mirándose a los ojos.
—¿Merecemos esto? -preguntó la mujer.
—No se trata de merecerlo o no. Es
así, simplemente. Tú misma no has tratado de negarlo. ¿Por qué?
—Creo tener una razón.
—¿La que tenían todos en la oficina?
La mujer asintió.
—No quise decirte nada. Fue anoche. Y
hoy las vecinas hablaban de eso entre ellas. Todas soñaron lo mismo. Pensé que
era solo una coincidencia —la mujer levantó de la mesa el diario de la tarde—.
Los periódicos no dicen nada.
—Todo el mundo lo sabe. No es
necesario —el hombre se reclinó en su silla mirándola—. ¿Tienes miedo?
—No. Siempre pensé que tendría mucho
miedo, pero no.
—¿Dónde está ese instinto de
autoconservación del que tanto se habla?
—No lo sé. Nadie se excita demasiado
cuando todo es lógico. Y esto es lógico. De acuerdo con nuestras vidas, no
podía pasar otra cosa.
—No hemos sido tan malos, ¿no es
cierto?
—No, pero tampoco demasiado buenos.
Me parece que es eso. No hemos sido casi nada, excepto nosotros mismos,
mientras que casi todos los demás han sido muchas cosas, muchas cosas
abominables.
En el vestíbulo las niñas se reían.
—Siempre pensé que cuando esto
ocurriera la gente se pondría a gritar en las calles.
—Pues no. La gente no grita ante la
realidad de las cosas.
—¿Sabes?, te perderé a ti y a las
chicas. Nunca me gustó la ciudad ni mi trabajo ni nada, excepto ustedes tres.
No me faltará nada más. Salvo, quizás, los cambios de tiempo, y un vaso de agua
helada cuando hace calor, y el sueño. ¿Cómo podemos estar aquí, sentados,
hablando de este modo?
—No se puede hacer otra cosa.
—Claro, eso es; pues si no estaríamos
haciéndolo. Me imagino que hoy, por primera vez en la historia del mundo, todos
saben qué van a hacer de noche.
—Me pregunto, sin embargo, qué harán
los otros, esta tarde, y durante las próximas horas.
—Ir al teatro, escuchar la radio,
mirar la televisión, jugar a las cartas, acostar a los niños, acostarse. Como
siempre.
—En cierto modo, podemos estar
orgullosos de eso… como siempre.
El hombre permaneció inmóvil durante
un rato y al fin se sirvió otro café.
—¿Por qué crees que será esta noche?
—Porque sí.
—¿Por qué no alguna otra noche del
siglo pasado, o de hace cinco siglos o diez?
—Quizá porque nunca fue 19 de octubre
de 2069, y ahora sí. Quizá porque esa fecha significa más que ninguna otra.
Quizá porque este año las cosas son como son, en todo el mundo, y por eso es el
fin.
—Hay bombarderos que esta noche
estarán cumpliendo su vuelo de ida y vuelta a través del océano y que nunca
llegarán a tierra.
—Eso también lo explica, en parte.
—Bueno -dijo el hombre
incorporándose-, ¿qué hacemos ahora? ¿Lavamos los platos?
Lavaron los platos, y los apilaron
con un cuidado especial. A las ocho y media acostaron a las niñas y les dieron
el beso de buenas noches y apagaron las luces del cuarto y entornaron la
puerta.
—No sé… -dijo el marido al salir del
dormitorio, mirando hacia atrás, con la pipa entre los labios.
—¿Qué?
—¿Cerraremos la puerta del todo, o la
dejaremos así, entornada, para que entre un poco de luz?
—¿Lo sabrán también las chicas?
—No, naturalmente que no.
El hombre y la mujer se sentaron y
leyeron los periódicos y hablaron y escucharon un poco de música, y luego
observaron, juntos, las brasas de la chimenea mientras el reloj daba las diez y
media y las once y las once y media. Pensaron en las otras gentes del mundo,
que también habían pasado la velada cada uno a su modo.
—Bueno —dijo el hombre al fin.
Besó a su mujer durante un rato.
—Nos hemos llevado bien, después de
todo —dijo la mujer.
—¿Tienes ganas de llorar? —le
preguntó el hombre.
—Creo que no.
Recorrieron la casa y apagaron las
luces y entraron en el dormitorio. Se desvistieron en la fresca oscuridad de la
noche y retiraron las colchas.
—Las sábanas son tan limpias y
frescas…
—Estoy cansada.
—Todos estamos cansados.
Se metieron en la cama.
—Un momento -dijo la mujer.
El hombre oyó que su mujer se
levantaba y entraba en la cocina. Un momento después estaba de vuelta.
—Me había olvidado de cerrar los
grifos.
Había ahí algo tan cómico que el
hombre tuvo que reírse.
La mujer también se rió. Sí, lo que
había hecho era cómico de veras. Al fin dejaron de reírse, y se tendieron
inmóviles en el fresco lecho nocturno, tomados de la mano y con las cabezas muy
juntas.
—Buenas noches —dijo el hombre
después de un rato.
—Buenas noches —dijo la mujer.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Gracias por participar en esta página.