Desde que el brote de la epidemia explotó, por fin he logrado imaginar mi propia muerte. No es que antes no lo hubiera intentado, pero cada vez que estaba en cama acostado, con los ojos cerrados, e intentaba vislumbrar mis últimos suspiros, algo salía mal. Si imaginaba que perdía el control de mi auto sobre la autopista, por ejemplo, a la deriva entre los carriles con las llantas aferradas a una velocidad de más de cien kilómetros por hora mientras hostiles y furiosos conductores tocaban el claxon, al final, unos segundos antes del impacto, el auto se deslizaba sobre el acotamiento, y aunque había una buena dosis de drama y bolsas de aire expulsadas, de alguna forma conseguía salir con vida.
Y no era sólo con accidentes de autos. Había de todo: ataques terroristas, violentos zafarranchos con los vecinos, un paro cardiaco fulminante estando al aire durante algún programa cultural de la televisión pública. Sin importar cuánto me esforzara, al final siempre sobrevivía.
Algunas
de las fantasías iban tan lejos que terminaban conmigo dando una entrevista
televisiva en el noticiero de la tarde con el pelo todo enmarañado. En otras
despertaba en una cama de hospital, mi hijo se me tiraba encima para abrazarme
emocionado. Pero todos los incidentes terminaban, a pesar de mis genuinos
esfuerzos, sin fatalidades.
Y
después llegó el Coronavirus y puso todo en su lugar. Ahora puedo, cada vez que
me acuesto por las noches, cerrar los ojos y visualizarme siendo transportado
al hospital con serios problemas respiratorios. Los pocos doctores que resisten
en las atestadas salas de urgencia han tocado fondo por completo. Mi esposa le
pide amablemente a un joven doctor con la mirada extenuada que por favor me
atienda mientras le explica que soy un paciente de alto riesgo porque tengo
asma. El doctor le devuelve una mirada vacía. Está pensando en algo más. Quizá
en cómo lucirá su propia muerte cuando le llegue la hora. O está pensando en
ducharse. Intento sonreír —leí en algún lugar que cuando las personas sonríen
despiertan simpatía, y que es por ello que los estafadores lo hacen tan a
menudo—, así que me calzo mi sonrisa más encantadora. Si tan solo el doctor
cara-de-niño volteara a verme de inmediato podría conectarse con mi humanidad,
y la sonrisa en mi cándido rostro le recordaría algún tío que quiso durante la
infancia y que murió en un accidente de auto. Pero no voltea. Está mirando algo
más. Está mirando a un gigante peludo con una creciente calva parado justo en
el cubículo de la enfermería gritando como un demente. Deduzco por sus bramidos
que lleva tres horas esperando que alguien examine a su padre. Una enfermera
entrada en años le pide que se calme. En lugar de responderle algo, el gigante
peludo enciende un cigarillo. Un guardia chaparro, sin cuello, corre a su
encuentro para decirle que lo apague, y el gigante peludo responde que lo hará,
tan pronto como un doctor revise a su padre y ni un segundo antes. Mi esposa
intenta atraer la atención del doctor cara-de-niño pero éste la ignora y avanza
hacia el gigante y su padre. A mí me parece que, sin importar cuánto lo
intente, no puedo meter aire en mis pulmones. Es como empujar una puerta
cerrada. Conozco esta sensación desde que era un niño, recuerdo cada detalle de
los ataques de asma. Pero entonces siempre había un pequeño hilo de aire que
conseguía pasar. Y a los doctores solía importarles. Volteo a ver a mi esposa.
Está llorando, lo cual me saca de quicio. Mi muerte está a la vuelta de la
esquina, ya he hecho las paces con ello. En cualquier momento, me habré ido.
¿Pero qué hay con esas lágrimas? ¿Por qué tengo que dejar la maravillosa vida
que tuve así: sin sol, sin cielo azul, con un gigante peludo pegando de
alaridos y fumando en mi jeta, mientras mi amada esposa llora? Se supone que la
muerte tiene que ser como el episodio de final de temporada en la serie de
televisión de tu vida. Salvo que, como ahora estás muerto, la siguiente
temporada jamás se lleva a cabo. ¿Y quién quiere que la última escena de una
serie muestre a una familia llorosa en una sala de urgencias repleta y
desorbitada? Digo «familia» aunque mi hijo no está aquí. Está en casa jugando
Fortnite. Al menos eso es lo que estaba haciendo cuando me trajeron al
hospital. Le pedí que no viniera porque tenía miedo de que se contagiara de
algo en la sala de urgencias. Los tiempos del Coronavirus no son los mejores
para contraer alguna enfermedad, aunque seas sólo un niño. Me alegra que no me
vea acabado. Si estuviera aquí, y si viera a mi esposa llorando, él también
comenzaría a llorar: en lo que toca a las emociones, es un imitador. Y todo el
asunto se volvería muy denso. Quiero decirle algo a mi esposa para que se
sienta feliz, para que se distraiga, algo para que deje de llorar. Pero no
puedo hablar más. Estoy muerto. Y luego no puedo dormir en lo que resta de la noche.
Abro el tema con mi esposa. Sé que los tiempos del Coronavirus no son los mejores para confesiones de ningún tipo, pero todo este asunto me corroe por dentro, como una hemorroide, y debe ser aclarado.
—¿Eso
es todo? —me pregunta—, ¿eso es lo que te está molestando? No que mueras joven,
o que dejas tras de ti una esposa, un hijo y un conejo, sino el hecho de que me
ponga a llorar? —Intento explicarle que el Coronavirus, mis pulmones
defectuosos, el colapso de los servicios de salud, el gigante peludo fumando en
la sala de urgencias, son circunstancias dadas. No hay nada que pueda hacer
sobre ello. Pero en cambio su llanto implica una opción. Y en lo que a mí
respecta es una decisión muy problemática.
—Okey
—dice mi esposa con su típica voz condescendiente, esa que utiliza con los
perros que le ladran en la calle mientras están amarrados—. ¿Entonces lo que me
estás diciendo, como parte de nuestros preparativos para el peor escenario
posible, es que quieres que trabaje en eso? ¿Que llegue preparada para que cuando te
caigas muerto frente a mí en la sala de urgencias no llore?
Asiento
emocionado. Es un momento atípico. La mayoría de las veces no logro que
comprenda realmente lo que quiero.
—Así
que si ahora mismo te prometo que, sin importar lo que suceda, no voy a llorar
y que en lugar de eso voy a… no sé… cerrarte el ojo… —piensa para sí misma… Le
explico que no me tiene que cerrar el ojo, con que me tome de la mano y esté
serena y contenida es suficiente. Como esas madres desconsoladas que aparecen
en la televisión para exigirnos que no cedamos ante el terrorismo. Se puede ver
que no es fácil para ellas, que están deshechas por dentro, pero que proyectan
fuerza, que mantienen las apariencias. Es mucho más fácil irte cuando sabes que
estás dejando tras de ti una esposa inquebrantable—. No hay problema —asiente
mi esposa—, si eso te facilita las cosas, lo haré. Cero lágrimas. Trato hecho.
Esa noche permanezco en vilo acostado en mi cama. Mi esposa está dormida, puedo escuchar su respiración rítmica a mi lado, y cuando cierro los ojos ahí está todo esperándome: el dolor, la centelleante luz fluorescente encima de mi cama, el aire que rehúsa entrar en mis pulmones. Puedo escuchar al gigante peludo y a la enfermera mayor tratando de calmarlo. Lucho por intentar llevar aire dentro de mí, empujo la puerta tan fuerte como puedo, pero está atrancada. Flotando encima de mí, mi amada esposa busca con la mirada al doctor. Sabe que no hay ninguna posibilidad de encontrarlo pero aun así lo intenta. Me estoy quedando sin aire y ella lo presiente. Me mira fijamente y puedo ver a través de sus ojos que es el fin. Toma mi mano y acerca su rostro a ella. Ella es fuerte, como esas madres de la televisión pero mucho más serena. Sus ojos verdes me dicen: es una pena que te vayas, compañero, pero todo estará bien tras tu partida. Me quedo dormido.
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