Desde
que el brote de la epidemia explotó, por fin he logrado imaginar mi propia
muerte. No es que antes no lo hubiera intentado, pero cada vez que estaba en
cama acostado, con los ojos cerrados, e intentaba vislumbrar mis últimos
suspiros, algo salía mal. Si imaginaba que perdía el control de mi auto sobre
la autopista, por ejemplo, a la deriva entre los carriles con las llantas
aferradas a una velocidad de más de cien kilómetros por hora mientras hostiles
y furiosos conductores tocaban el claxon, al final, unos segundos antes del
impacto, el auto se deslizaba sobre el acotamiento, y aunque había una buena
dosis de drama y bolsas de aire expulsadas, de alguna forma conseguía salir con
vida.