El nerviosismo empieza a apoderarse de mí. Estoy debajo de la sombra del árbol donde nuestras iniciales fueron talladas hace un par de años. En unos minutos le pediré a Sandra que sea mi esposa, mi compañera para toda la vida. Rebusco en mi mente una y otra vez las palabras adecuadas, y ensayo lo que le diré exactamente. Ella es la mujer de mi vida, la amo.
Alguien por detrás cubre mis ojos: es ella. Sandra siempre lo hace cuando nos encontramos aquí. Esta realmente hermosa con aquel vestido blanco y flores pequeñas en el estampado, su cabello suelto, al ser movido por una repentina ráfaga de viento otoñal, la hace ver aún más bella, y el sol tenue ilumina su rostro volviéndolo angelical. No puedo dejar de contemplarla enmudecido. Su sonrisa seductora me pone más nervioso todavía. Ella me toma de los hombros para empinarse y alcanzar mis labios. Me da un tierno beso en la boca brindándome la seguridad que necesito. La tomo entre mis brazos y la beso apasionadamente.
Nos sentamos en aquel lugar como cada sábado. Me
susurra al oído que se siente protegida por mí al yo tenerla abrazada de esta
manera, apoyada en mi pecho, cobijándola entre mis brazos.
Siento que este es el momento exacto. Saco del bolsillo de mi camisa a rayas —que ella me regaló en nuestro aniversario— la cajita de madera tallada que contiene el anillo de compromiso que perteneció a mi abuela y luego a mi madre, quien, al enterarse hace unos días que le pediría matrimonio a Sandra, me lo dio hoy por la mañana para continuar con la tradición familiar. Me arrodillo delante de ella y tomo sus manos. Me pierdo de nuevo en sus ojos, su mirada y la mía se hablan en un silencio entendible.
—Antes
que nada, quiero agradecerte por estos dos años de felicidad que he vivido
contigo. Cada instante a tu lado ha sido un regalo para mí. Estuviste conmigo
en mis momentos de alegría y orgullo, así como en los que te necesité,
apoyándome con tu comprensión y amor incondicional. Eres mucho más que mi
enamorada, Sandra, eres mi compañera, mi amiga, mi complemento. Eres la mujer
perfecta para mí y soy muy feliz contigo. ¿Aceptas ser mi esposa, Sandra
Núñez?
No me deja de ver a los ojos con aquella ternura de niña inocente y observo unas lágrimas caer por sus mejillas. Se arroja a mis brazos y me repite una y otra vez que sí, que sí quiere ser mi esposa.
Tomo su mano izquierda y coloco en su dedo anular el anillo de compromiso. Los gestos de mi amada se vuelven desconcertantes en este momento. En su mirada observo un miedo aterrador. No me da tiempo a reaccionar para tranquilizarla, recibo sorpresivamente un puñetazo de su mano izquierda en mi boca, el cual me hace tambalear un poco. Unas gotas de sangre caen en mi pantalón. Sandra se empieza a golpear su propio rostro. Por más que intento hacer que deje de hacerlo, no lo consigo. Toma su cuello con aquella misma mano y empieza a ahorcarse. Asfixiándose. Parece que su mano actúa por cuenta propia y en contra de su voluntad. Su piel toma la tonalidad purpúrea. Pierde el conocimiento. Cae en el mismo lugar donde me arrodillé. No sé qué hacer para ayudarla. Estoy muy asustado.
La
observo con detenimiento. Me preocupa que se haya hecho más daño. Me doy cuenta
de que el anillo de compromiso ya no tiene su brillo de oro de dieciocho
quilates, sino que se ha vuelto totalmente negro. Intento sacárselo, pero no
puedo, parece que fuera ahora parte de ella. Lo primero que se me ocurre es
arrancárselo a mordiscos. La desesperación me invade. Mis dientes sienten cómo
van rompiendo poco a poco los pequeños huesos, ligamentos y tendones de su dedo
anular. Una sudoración repentina acrecienta todavía más mi angustia. Me dan
arcadas al sentir dentro de mi boca el desprendimiento total. Mi ropa y mi
rostro están empapados con su sangre. Le quito el anillo y lo dejo caer. Tomo
entre mis brazos a Sandra y la llevo cargada junto al dedo que acabo de
amputarle.
En
mi nerviosismo me parece ver a mi madre sonriendo a lo lejos. Tras aquel
instante de total confusión, continúo mi camino hacia el hospital que se
encuentra a unas cuadras de ahí.
Mientras
operan a mi Sandra de emergencia, me hacen llenar el reporte de lo ocurrido. Yo
dudo en escribir lo que realmente sucedió. ¿Acaso me creería alguien? Pasan
unos minutos y aún no he podido pensar en nada convincente. Decido contar la
verdad, pues cuando ella reaccione y le pregunten, dirá lo que le pasó. Voy en
búsqueda de aquel anillo para tenerlo como evidencia.
Llego
a nuestro árbol y no puedo encontrar el anillo. Me quedo aún más desconcertado
al levantar la mirada y observar que las iniciales de ambos ya no están. Mi
confusión se entremezcla con tristeza y rabia. Se me hace un nudo en la
garganta. Le doy un golpe con mi puño al árbol que cobijó nuestro amor por
veinticuatro meses. Siento mi corazón palpitar con tal fuerza que parece que se
me va a salir del pecho. Veo al cielo unos segundos y le pido al alma de mi
abuelo que me ayude. Voy de regreso al hospital.
Cuando
llego, me informan que no lograron salvar su dedo y que puedo estar con ella un
instante, que está a punto de despertar de la anestesia. Antes de permitirme
pasar a verla, se me pide una vez más el informe de lo sucedido. Les digo que
en un momento se los daré.
La
tengo frente a mí, tan frágil e indefensa en aquella cama. Me encuentro tan
lleno de culpabilidad por lo que le está ocurriendo. Aún no logro entender qué
sucedió con aquel anillo que ha estado en mi familia por tantos años. Beso su
mano incompleta con cuidado y acaricio su cabello con ternura. Abre sus ojos y
me mira de una manera como jamás lo había hecho. No me reconoce. Salgo de la
habitación para buscar al médico que la operó y le digo que, por favor, vaya a
verla. Sandra le pide que me eche de ahí, que mi presencia la atemoriza y la
perturba. El percibe fácilmente el miedo que yo estoy generando en ella.
El
doctor me pide que vaya con él al pasillo y me exige saber qué pasó, pues está
convencido que está frente a un caso de violencia de género. Su rostro va
evidenciando un entendible enojo lleno de incredulidad e impaciencia en tanto
me escucha contarle lo sucedido. Me dice que lo espere, que no me mueva de este
lugar. Lo veo caminar pausadamente hacia donde está un policía, quien es el
encargado de los casos criminales que llegan aquí. Luego de decirle algo, ambos
se acercan a mí. El oficial me pide que lo acompañe a una oficina que tiene en
el hospital y que le dé mi documento de identidad.
Lo
acompaño, voy poniéndome tenso, mi cuello se torna rígido y mis manos ásperas.
Tengo mucho dolor de estómago. Entiendo perfectamente qué es lo que está
sucediendo, creen que yo le hice daño a mi Sandra. Sé lo que eso significa: la
cárcel. Vuelvo a contar lo sucedido y, como es lógico, esta vez tampoco me creen.
El
policía me enmarroca y me lleva al lugar donde sucedió toda esta tragedia. Por
supuesto, no se encuentran ahí ni el anillo ni mucho menos nuestras iniciales
que adornaron aquel árbol por dos maravillosos años.
Mientras
me conduce al patrullero, veo nuevamente a mi madre a lo lejos. Puedo
observarla llorando y leo en sus labios una sola palabra que repite una y otra
vez: perdóname.
Tétrico y muy bueno. Un honor leer a la escritora peruana Elizabeth Monopoli Acker.
ResponderBorrarCada cuento tiene su detalle. Gracias por tus comentarios Tusitala. Saludos!!
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