
A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar
que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor
de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.

Era mi costumbre arrojar los niños al río que la
naturaleza había provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví
a salir de la aceitería por temor al agente. “Después de todo”, me dije, “no
puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca distinguiría
sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el
reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie de
aceite no tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente”.
En resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles
penurias arrojando el niño al caldero.
Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre,
frotándose las manos con satisfacción, nos informó a mí y a mi madre que había
obtenido un aceite de una calidad nunca vista por los médicos a quienes había
llevado muestras. Agregó que no tenía conocimiento de cómo se había logrado ese
resultado: los perros habían sido tratados en forma absolutamente usual, y eran
de razas ordinarias. Consideré mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi
lengua se habría paralizado si hubiera previsto las consecuencias. Lamentando
su antigua ignorancia sobre las ventajas de una fusión de sus industrias, mis
padres tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su
estudio a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación
con sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los
pequeños superfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre
los desechó por completo, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre
del aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se podría haber esperado
naturalmente que me volviera ocioso y disoluto, pero no fue así. La sagrada
influencia de mi querida madre siempre me protegió de las tentaciones que
acechan a la juventud, y mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas
tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin!
Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre
se dedicó a él con renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños
inoportunos: salía a las calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y
hasta aquellos adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado
también de la calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y
diligencia. En pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro
llegó a convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y
arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el
Cielo que también los inspiraba.
Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea
pública en la que se aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su
presidente manifestó que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado
con espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con
el corazón destrozado y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera,
consideré prudente no ir con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir
al establo.
A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo
levantar y atisbar por una ventana de la habitación del horno, donde sabía que
mi padre pasaba la noche. El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una
abundante cosecha para mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente
con un misterioso aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta
toda su energía. Mi padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de
dormir y estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba
a la puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus
propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o
advertir. De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente,
y los dos, aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en
ropas de noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una
aguja de hoja alargada.
Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro
que le permitían la poca amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un
instante se miraron con furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira
indescriptible. Luchaban alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la
mujer chillando, ambos peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja,
él para ahorcarla con sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la
desgracia de observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero
por fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se
separaron repentinamente.
El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban
pruebas de contacto. Por un momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi
pobre padre, malherido, sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi
querida madre en los brazos desdeñando su resistencia, la arrastró junto al
caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡y saltó adentro con ella!
En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de
ciudadanos que había traído el día anterior la invitación para la asamblea
pública.
Convencido de que estos infortunados acontecimientos me
cerraban todas las vías hacia una carrera honorable en ese pueblo, me trasladé
a la famosa ciudad de Otumwee, donde se han escrito estas memorias, con el
corazón lleno de remordimiento por el acto de insensatez que provocó un
desastre comercial tan terrible.
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