30 de mayo de 2020

LA CASA MUERTA - ALINA GADEA VALDEZ


 
En ese tiempo me interesaban las casas que habían muerto porque, a diferencia de las personas, uno las podía revivir. Eso es lo que buscaba una mañana brumosa frente al mar de Miraflores. Una casa para resucitar. Una casa donde hubiera habido vida a raudales que se hubiese ido extinguiendo poco a poco hasta quedar reducida a telas de araña y a fantasmas.

Un domingo de invierno en la mañana, después de haber trabajado toda la noche frente a mi tablero, me alisté para salir a caminar por el Malecón de la Reserva. Fui serpenteando por el camino sinuoso de calles olvidadas y entré por una que se abría en tres, con una quinta como estrella. Me detuve en el centro. No pasaban carros, así que observé el lugar por un buen rato sintiendo cómo me mojaba una garúa tonta. Las esquinas de las calles eran curiosamente curvas, con casas estilo Tudor. Yo sabía que habían sido construidas cien años atrás por un arquitecto inglés que luchaba contra la nostalgia de estar lejos. Como si hubiera querido reproducir algo de su niñez aquí.

Me llamó la atención una casa enorme y antigua, de techos a dos y a cuatro aguas. Algunos más agudos y altos que otros. Una buganvilla gobernaba la punta del sombrero de bruja de uno de los tejados como un inmenso animal colorido desparramado por el techo. Entre la explosión de flores asomaban tímidamente las ventanas polvorientas de la buhardilla, entreabiertas como ojos con sueño. ¿Quién sabe qué o quién se ocultaría detrás de ellas? Miré las persianas de madera; parecían separar la casa del mundo y aislarla del tiempo. ¿Qué habría dentro de ella? Me sentí tentada de tocar la aldaba pesada. No tenía que seguir buscando. Esa casa era la que había visto en sueños, y para mi suerte tenía un letrero colgado tristemente como un collar al cuello que decía: “Se vende”. Me contuve por unos segundos antes de decidirme a tocar la puerta. Traté de mirar por una rendija y sólo vi hojas secas, algunas macetas vacías y unos gatos que actuaban como dueños de casa. Un olor a humedad que venía dentro se adivinaba desde la ranura. En el suelo había innumerables volantes de comidas ordinarias y rápidas, así como ofrecimientos inútiles de reparaciones en general. También vi una madreselva enlazada con un jazmín que subía retorciéndose por la reja de una ventana. Sentí una oleada de fragancia luchando con toda su frescura contra el olor a encierro.
Finalmente puse la mano en la aldaba y la sostuve por largos instantes, como adelantándome a mi viaje hacia el interior de la casa. Un viejo afilador de cuchillos pasó en ese momento con su extraña rueca cuyo sonido inconfundible me hizo volver en mí. Parecía un gnomo sacado de un cuento que sonaba como el flautista de Hamelín.
Golpeé la aldaba y no puedo negar que sentí algo parecido al miedo. Esperé sin saber por qué esa inquietud. Dejaría los planos de los edificios modernos que no me decían nada. El diseño de espacios funcionales y pequeños de techos bajos y de materiales nobles me ayudaba a comer, pero no alimentaba mi espíritu. Yo quería algo más que pan.
Era seguro que el que se acercara a esa vieja casa querría, como lo habían hecho ya muchos arquitectos con otras casas de esa zona, tumbarla y construir uno de esos edificios como los que yo diseñaba. Esto era algo distinto. Era algo así como una ilusión, un juego que iba más allá del trabajo y del dinero.

Oí pasos detrás de la puerta y finalmente la voz de un hombre joven.

 –¿Quién es?

 –Buenos días. Soy arquitecta y vengo por el cartel que dice “Se vende”.

Abrió la pequeña ventana del postigo en la puerta grande. Vi su cara como salida de la nada, o del pasado, o del encierro. Del gris del cielo, tenía unos ojos cansados y algo tristes.
Tiene que llamar por teléfono y hablar con la señora para sacar una cita. Ella sólo recibe por las tardes, es decir, algunas tardes. Voy a buscar el número.
Luego de unos momentos me extendió por entre los fierros forjados de la pequeña ventana de madera un papel marrón arrugado con el teléfono escrito en números grandes e infantiles.
Gracias –le dije, y me retiré unos metros, sin dejar de mirar la casa, y me situé nuevamente en el centro de la estrella para observar. Me pareció ver algo o alguien en la ventana central de los altos de la casa. Me fijé bien. Debía de ser un reflejo del cristal, pero sin duda había muchos muebles en el interior que parecían un tumulto. Pensé en soldados sobrevivientes de una batalla. En personas inertes custodiando la casa y sus recuerdos. En testigos mudos de vidas anteriores, de amores, de riñas de novios, de peleas de niños con trajes de marineros, de juegos de trompos, de grandes almuerzos, de mujeres embarazadas, de llanto de recién nacidos, de risas de niñas con uniformes de falda escocesa hasta la rodilla llegando del colegio; de hombres jóvenes y maduros, de viejos y de muertos. Me pareció oír los ecos de las voces de unos chicos jugando a la ronda, pero me di cuenta de que sólo era el rumor del mar a lo lejos.
Llamé inmediatamente al teléfono que me proporcionó el hombre y sentí el mismo sobresalto que antes de tocar la puerta. Se hizo un silencio y oí una voz como salida de un armario.

–¿Quién llama?

Algo turbada, titubeé por unos instantes y le dije:

–Eh, eh, acabo de hablar con una persona… creo que es su empleado, me dio su teléfono.

–Usted no me conoce, yo llamo por el letrero de “Se vende”. 

–Ah… Usted es otra corredora de casas.
Su voz parecía cansada de la vida.
–No señora, no precisamente. No soy corredora; soy arquitecta y estoy interesada en conversar con usted sobre su casa.
–Sí, claro, usted piensa tumbar la casa así como han hecho con las casas vecinas. Piensa construir un inmenso edificio de cemento. Puede pasar a verme la próxima semana, pero no le aseguro nada. Sucede que tengo varios postores y el precio es lo que menos me preocupa.
–En realidad, señora, mi idea es distinta. Quisiera la casa, pero no sé exactamente si pueda comprarla; y aun si la comprara, de ninguna manera construiría un edificio. Tengo otra propuesta que hacerle.
–En ese caso, venga esta tarde. La espero. Nada me gustaría más. A propósito, ¿con quién tengo el gusto?

–Usted habla con Isabel Estenós

–Encantada, señora, yo soy Mariela Ramos. ¿Le viene bien a las cinco?

–Sí, está muy bien para mí. Hasta luego.

Colgué y volví a mirar la casa dando la vuelta por el malecón. Observé que había sido modificada más de una vez. Alcancé a ver una ampliación que habían llevado a cabo probablemente en los años setenta, por los materiales que habían usado. Vi. también que habían cementado el jardín y que algunos árboles tenían alambres de púas enrollados alrededor de sus troncos secos, como cinturones oprimentes. Pensé en coronas de espinas. Tenían savia rojiza chorreando bajo las púas hirientes. Yacían de pie, solitarios. Árboles muriendo de pie, con los pájaros todavía en sus nidos y saltando de rama en rama. Eran de un verde grisáceo, de ramas desnudas, con hojas que más que hojas parecían pelos lacios y ralos. Me pareció ver un niño jugando, pero no había ninguno. Eran sólo juguetes viejos. Un carrito rojo de lata, un caballo de madera.
Regresé a mi departamento paso a paso. Un frío intenso parecía haber traspasado mi piel, desconozco hasta ahora por qué. Pasé la mañana revisando la edición especial de una revista de casas antiguas. Me imaginaba el interior de la casa y por momento me venía a la mente la idea de cómo sería la señora Isabel. Su voz penetrante me había quedado resonando en los oídos. Pensé que las casas, como la gente, pueden ser nuevas o pueden venir de muy lejos y de muy atrás. Pueden contar con ninguna o con muchas experiencias. Pueden atraer o repelar. Pueden dar energía o alegría o miedo o gusto o pena. O una mezcla de todo. Pueden contagiarse de las virtudes y defectos de las personas. Almorcé un sándwich y me quedé dormida viendo una película absurda. Y soñé nuevamente con la casa y con la señora también.
Una hora después estaba tocando otra vez la aldaba de fierro pesado. Alguien me abrió; no lo llegué a ver, y los goznes chirriaron con un ruido ácido. Pasé y, al cerrar, la puerta se tiró con todo su peso. Me estremeció el sonido que hizo. Caminé por la arboleda lánguida de casuarinas. Los gatos ronroneaban y se enroscaban, algunos se estiraban. La puerta redonda de ingreso a la casa estaba abierta.
Entré y la vi sentada en medio de la sala vacía en un sillón color rojo estilo Luís XV. Tenía una bata blanca que le llegaba hasta el suelo y un pañuelo en la cabeza. Sus ojos hundidos y ojerosos eran la huella de algo que había sido bello en otro tiempo. Su mano venosa con uñas largas pintadas de rojo sostenía la cabeza plateada de un bastón. Me hizo una especie de saludo con un gesto, mientras golpeaba el bastón contra el piso de pino. No pude evitar que mi mente vagara hasta el barco a vapor que debió transportar los troncos desde Estados Unidos hasta el puerto del Callao, y en el bosque de gigantescos pinos talados para elaborar esos largos listones cien años atrás. Se trataba de una enorme sala vacía. Le habían retirado, ignoraba yo con qué objetos, los enchapes de madera de las paredes y sus zócalos altos, dejando al descubierto alambres de antiguas conexiones en tubos ya inservibles. Como arterias a la vista. Levanté la cabeza y vi que tampoco le habían dejado las molduras de yeso del techo. La casa era como una mujer elegante desprovista de sus alhajas y de sus atuendos. ¿Por qué tanto maltrato? Tal vez alguien con el afán de terminar de desnudarla, para después matarla con picos y palas en un dos por tres. Las paredes de adobe se demuelen con extremada facilidad. Tal vez había sido un intento fallido. Tal vez doña Isabel se había arrepentido a último momento de venderla. Tome por cierta esa suposición y caminé hasta donde ella estaba. Más tarde pensaría que doña Isabel había depredado la casa como una mujer que se inflige un castigo a sí misma, cortando su preciosa melena al ras del cráneo o pintándose toda la cara con lápiz de labio frente a un espejo para humillarse cruelmente.

Me miró fijamente. Sus ojos parecían los de una paloma: distantes y con un contorno lila alrededor del iris.

Tome asiento, como pueda. Como verá, no hay muchos muebles en esta parte de la casa. Todos los he ido haciendo llevar arriba, donde tengo mis recuerdos y paso todas las horas del día. Pero usted podrá acomodarse en el piso; es muy joven, por lo que veo.
Sonreí para darle gusto y para darme un poco de confianza y me senté con las piernas cruzadas lo suficientemente cerca de ella como para que me oyera pero lo suficientemente lejos del alcance de su puntiagudo bastón. Algo en ella me intimidó y me subyugó al mismo tiempo.
–¿Cómo me dijo usted que se llamaba? Ah sí, Mariela. Es un gusto conocerla, Mariela. Como habrá notado, tengo dificultad para movilizarme, así que le ruego que acerque esta mesita de ruedas que está junto a la ventana.
Me levanté y atraje hacia nosotras la mesita rodante y le serví una taza de té. La tetera humeaba sobre un azafate de plata cincelada con un pequeño mantel de encaje.

–Sírvase usted una taza.

Así lo hice y me volví a acomodar en el suelo, mientras observé las huellas de puertas que habían sido clausuradas con cemento. ¿Qué habría detrás de ellas y por qué las habría cerrado? Con la mirada vagando aún por la sala, su voz cascada interrumpió mis conjeturas.

–Sí. Ya sé está pensando. He cerrado las puertas y también algunas de las ventanas. No me gusta la luz, al menos no la luz hiriente; prefiero la penumbra. Eso sirve también para que nadie se anime a visitarme. Salvo algunos gatos y gente como usted. Una casa tan elegante no se debe convertir en un cuchitril con montones de familias de medio pelo hacinadas dentro. Viene gente foránea a usurpar nuestro barrio. Advenedizos sociales.

–Así es, si me permite decidirle, doña Isabel. Yo la entiendo perfectamente. A mí me gustan mucho las casas antiguas. Pienso que tienen qué decir, que son testigos de la vida. Me gustan sus chimeneas grandes de piedra, sus techos altos que en vez de oprimirnos nos liberan y sus paredes anchas de adobe que guardan dentro tantas emociones. Tanta vida.

–Bah, habladurías. Va usted a decirme de una vez por todas qué es lo que pretende y sólo después de oírlo haré que Eddie le enseñe mi casa.

–Doña Isabel, sé que su casa vale mucho dinero, por su tamaño y su ubicación. Por lo general estas casas han sufrido modificaciones necesarias en su momento, pero que después de un tiempo pierden su razón de ser. Yo quisiera devolverle su diseño primigenio. Entiendo que usted preferiría no demolerla y que no tiene demasiado apuro por dinero. Comparto con usted que es una pena asistir a la destrucción de una casa tan especial como la suya y verla convertida en una serie de departamentos término medio. No tengo la suma que la casa vale, pero sí dispongo de los materiales adecuados y de mano de obra de primera para rehacer la casa.

–Sí. Todo eso suena muy bien, señora o señorita Ramos.

–Señorita por ahora, pero dígame sólo Mariela.

–Bien, Mariela, pero… ¿a cambio de qué tanta maravilla?

–Querría proponerle, en segundo término, que por el monto de lo invertido me conceda en alquiler el primer piso de su casa para poner mi taller de arquitectura. Las sumas y los tiempos tendríamos que sentarnos a discutir una vez que yo sepa a ciencia cierta cuánto es lo que tendría que invertir.

–Bien, bien, bien. Su propuesta es algo inusual, pero debo reconocer que resulta más simpática que las que suelo recibir, y además usted no me cae del todo mal… Déjeme pensarlo, mi estimada. Un asunto así tengo que considerarlo por lo menos unos días. Espere mi llamada. Eddie tomará sus datos. ¡Eddie! Acompaña a la señorita hasta la puerta.

–Hasta luego, doña Isabel.

El hombre había salido como de la nada y me acompañó. Saqué rápidamente una tarjeta, él estiró su mano lánguida y se la entregué mientras caminábamos por la arboleda. Apenas ella lo llamó apareció como una sombra, andando como si sus pies no tocaran el suelo. Cerró suavemente la puerta tras de mí. Esta vez la bisagra chirrió levemente.
Pasé la semana entre el tablero y la computadora. Hacía un trabajo solitario, pero no era eso lo que me molestaba. Lo que no me gustaba era lo que diseñaba en sí, las distribuciones forzadas en espacios pequeños, y los materiales. Trabajaba sin mayor esfuerzo y sin soñar tampoco. Mi mente vagaba, pensaba en la mediocridad de lo que hacía y sin que yo lo quisiera mis pensamientos regresaban a la casa del malecón y a sus tejados, a sus vigas y a sus muros anchos de adobe. Así pasó poco más de un mes en que creí que ella no me llamaría y yo me resistía a insistir, pero una tarde sonó el teléfono. Era Eddie.

¿Aceptaría ella mi propuesta?

Oí su voz como ausente:

–De parte de la señora, que se acerque esta tarde por su casa.

–Allí estaré.

Y así fue. Esta vez la señora hizo que Eddie me llevara hasta los altos por una escalera oxidada de servicio. Se encontraba recostada en un chaise longue. –Pasa –me dijo y me hizo sentar a prudente distancia de ella. Tenía puesta una túnica. No alcancé a distinguir los colores por la penumbra del cuarto, pero ella y su cuarto parecían sacados de otra época y de otro mundo, un tanto teatrales. Infinidad de libros de tafilete alrededor de su cama. Observé que los muebles no correspondían a los que usualmente componen un dormitorio. Eran más propios de una sala muy ostentosa. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad pude ver el moiret celeste de su sofá y sus muebles, unos de carey con bronce, algunos de pan de oro y otros enconchados. No había mesas de noche, ni armarios. Sólo tazas sobre papeles y papeles sobre agendas y agendas sobre discos antiguos.
–¿Me observas? Es que puedo ser tu abuela, sabes. Creo que pronto me voy a morir. No duermo bien por la noche; en realidad, no duermo. Paso la noche pensando. Las preocupaciones en general. Algunos recuerdos que se apoderan de mí. Me siento sola. A veces me parece que las paredes me van hablar o que me van a oprimir, juntándose unas con otras. Por eso pensé en vender la casa. Pero tú has dado en el clavo. En realidad no quiero hacerlo. Venderla sería como venderme a mí misma, o como sepultarme en vida. Prefiero morir en la casa. Además, qué haría con el dinero. A mí no me falta dinero, me falta vida. Esta vez el motivo de mi desvelo fue tu ofrecimiento. Puede que sea una buena idea que remoces esta casa y conservarla. Tal vez estaría dispuesta a aceptar tu propuesta, pero con algunas condiciones. Por favor, ahora retírate. Necesito descansar.
Me quedé aun más inquieta que durante los días anteriores. Cuáles serían esas condiciones, qué iría a proponerme. Llegué a obsesionarme a tal punto con la casa que a manera de consuelo fui al registro y busqué los planos para estudiarlos. Me dediqué a hacer dibujos de la fachada y bosquejos de algunos ambientes. Hasta que varias semanas después volvió a sonar el teléfono. Era Eddie: la señora quería volver a verme.
Hice el mismo recorrido que la vez anterior, y al llegar al ático, mientras le hacía una especie de venia. Doña Isabel, sin siquiera saludarme, me encaró:
–Mis condiciones son así: en primer lugar, Eddie te habilitará desde hoy su cuarto independiente en el primer piso de la casa, donde podrás trabajar y vivir. No deseo que tus obreros beodos entren a robar por las noches o, peor aún, que hagan juergas con el dinero de su semana, aprovechando que estoy sola. Sé cómo es esa gentuza. Me imagino que contigo de por medio tendrán más respeto que solos con una vieja y un muchacho inútil. En segundo lugar, me importa un bledo el monto que vayas a invertir. La casa seguirá siendo mía y una vez que yo muera pasará a tu propiedad. No tengo ningún heredero y, por otro lado, me gusta la idea de que aprecies esta casa.
Acepté. Estaba perpleja. Su ofrecimiento me pareció descabellado, pero no podía decirle que no. Era más de lo que yo quería.

–Pe–pe–pero, doña Isabel, ¿está usted segura de lo que me está diciendo?

–Claro que lo estoy, tonta. Y anda de una vez antes de que me arrepienta. Hablaré con el doctor Collantes para que haga los trámites que corresponden.

Mientras bajaba a toda velocidad las escaleras corroídas por la brisa del mar iban cayéndose los trozos de fierros oxidados e imaginaba la casa viva, limpia, aireada. En su forma original, haces de luz atravesándola por las ventanas abiertas el aire puro circulando entre cálidos muros de adobe. Los tabiques y las trancas abajo. Los candados afuera y la energía colándose por los ángulos de las pirámides de los techos. Las maderas y los bronces relucientes. Las macetas llenas de flores, la hierba creciendo en el jardín. La casa resucitada.

No había tiempo para perder.

Esa misma noche llegaría para quedarme en la ansiada casa del malecón y dormiría en el cuarto preparado por Eddie. No conocía sino un pequeño tramo, el que lleva al segundo piso por la escalera trasera, la que en otros tiempos usaba el servicio. Desconocía todo acerca de la casa. Tomé sólo lo indispensable para pasar la noche. Al día siguiente iría a recoger mi tablero y el resto de cosas que eran pocas, y entregaría el departamento. Llevé unos útiles de aseo y algo de ropa. Me recibió el muchacho con un manojo de llaves en la mano.

–De parte de la señora –me dijo en tono solemne. 

Las tomé y los seguí. Me hizo entrar por la puerta redonda por donde pasé la primera vez. Después del salón venía el escritorio. En medio de una atmósfera densa, el aire se sentía espeso y el tiempo estancado. Serían las paredes plagadas de salitre o el piso crujiente. Pude ver que las ventanas interiores inútilmente enrejadas daban a unas especies de catacumbas llenas de desmonte. Me había instalado una cama de bronce con dosel y cubrecama de flores pequeñas en tonos lilas. Me dejó sola. Lo vi partir como flotando. Sentí que alguien se acercaba, pero no llegué a ver a nadie debía de ser un gato detrás de alguna pared. Me senté sobre la cama, dejé mi maletín a un lado y me quedé no sé cuánto tiempo en silencio, supongo que observando o tratando de adivinar por dónde comenzaría. Un sonido permanente se oía desde el fondo de algún lado, como un quejido. Sería alguna fea luz neón instalada arbitrariamente sabe dios dónde y con qué objeto. Me levanté y emprendí mi viaje por el interior de la casa. Oscurecía y, como no había focos, la casa se iba sumiendo en tinieblas. Apreté interruptores hundidos en las paredes, algunos sobresalientes y torcidos, hasta que encontré por fin uno que encendió.
La luz mortecina del sospechado tubo de neón me alumbró débilmente hasta llegar a lo que había sido la cocina, donde rebusqué y encontré unas velas ya usadas y rotas. Las acomodé en unas botellas de vino vacías y seguí andando con una extraña sensación. Me tropecé con un bulto y luché un buen rato con el llavero en la puerta de fierro que separaba la cocina del patio. Estaba trabada como casi todas las demás puertas, como si escondieran secretos del otro lado. Logré salir del patio donde estaban los cuartos que debían haber sido de los mayordomos y las empleadas en otros tiempos. Había un olor a trapos húmedos guardados, una atmósfera irrespirable a hongos. Las ventanas de esa parte daban al escritorio. Estaban separadas por rejas de fierro tapiadas por detrás con ladrillos. Una espesa capa de polvo alfombrada el piso del patio donde colgaban, olvidados, algunos harapos, y dormían infinidad de cajas, cachivaches, botellas vacías, periódicos y muebles viejos. Un vericueto me condujo por otra ruta al que habría de ser mi cuarto en el escritorio. Casi no supe en qué momento caí dormida sobre la cama hasta el día siguiente. Debía de haber amanecido, pero la luz no llegaba hasta esa parte de la casa. Me volví a quedar dormida y tuve sueños raros. Una angustia me secaba los labios y la lengua. Soñaba con puertas cerradas imposibles de abrir, con ventanas de vidrios rotos y polvorientos, con gente triste a la que le hablaba y no me contestaba en la casa vacía. Me desperté asustada; una nube parecía haberse instalado sobre mi cabeza. Todavía adormecida, llené la tina de mármol con patas de león y caños de bronce. Había agua caliente y Eddie se había encargado de limpiarla muy bien. Me sentí mejor después. Me vestí y encontré al muchacho en el comedor vacío. Traía una taza de café. Nunca entendí de dónde salía cada vez que veía ni de dónde sacaba las tazas de porcelana y la tetera humeante. Desapareció antes de que le pudiera preguntar nada. Descubrí el comienzo de la escalera principal interrumpida por una pared. Una escalera a ninguna parte. ¿Qué habría del otro lado? ¿Por qué estaría cerrada? Los libros de la biblioteca donde yo dormía habían sido sacados, y sus estanterías, arrancadas. Sin lectores eran como niños huérfanos y sin estantes no tenían casa. Los cuadros descolgados y volteados contra la pared eran como personas castigadas. El comedor vacío con la araña de cristal torcida me hablaba de mejores épocas. Empezaría por el primer piso donde podría trabajar con mayor comodidad y libertad dado que Eddie permanecía arriba con la señora. Lo primero sería destrabar una por una las puertas para que pudieran entrar la luz y el aire. Pasé el día programado cada una de las obras y saqué el letrero que decía “Se vende”. Al día siguiente muy temprano ya tenía la cuadrilla de obreros trabajando. Cada noche un extraño sopor me invadía y caía agotada, y cada noche volvían los sueños. Me despertaba por momentos muy asustada. Al despertarme pensaba en la señora y en la soledad que era contagiosa. Sí, a mí también me terminarían hablando las paredes.
Me sorprendía la cara gris de Eddie. ¿Estaría así porque permanecía todo el tiempo al interior de una casa sin luz? ¿Me pondría yo también así? Afortunadamente esos temores desaparecían al empezar a trabajar. Pero volvían ineludiblemente al caer la tarde. Pensaba en que las casas son como las personas, que hay que conocerlas poco a poco y entenderlas. En este caso había que conocer cada rincón de su intrincado laberinto y cada uno de sus ruidos. Algunas noches oía risas, pero no podía determinar de dónde venían. ¿Sería Eddie? Empujaban y jalaban algo. Los golpes ¿serian del bastón de doña Isabel contra el suelo?
Por momentos parecía que alguien rebuscaba algo, alguien que a veces reía y otras lloraba en las noches.
Comencé a subir al ático a visitar a la señora. Mientras más lo hacía más angustiada me sentía, más me perturbada su presencia, pero, extrañamente, más me empeñaba en ir.
A medida que pasaban los días la atmósfera de la casa se iba aclarando y haciendo menos densa. Abrí vanos donde habían sido clausuradas las puertas. Entraban ráfagas de aire puro; la casa parecía respirar. Raspé el antiguo piso de pino oregón y comenzaron a aparecer los matices caramelo y cognac de sus hermosas vetas. Derrumbé los muros improvisados; taladré, tarrajeé, froté, enlucí, enyesé, lijé, pinté sin descanso. Entubé los cables, volví a instalar los enchapes de madera, los zócalos y las molduras, levanté el cemento del jardín soterrado y planté de nuevo el grass. Podé los árboles y planté flores por todos lados. De un momento a otro aparecían mariposas blancas.
Faltaban todavía muchos espacios por trabajar; entre ellos, y en particular, el ático de doña Isabel y toda la zona que ella, sus muebles y Eddie ocupaban. Los ruidos venían de allí.
Hasta que llegó el día en que tenía que traerme abajo la pared que interrumpía de manera siniestra la escalera. Al primer combazo oí un grito y luego sentí un alboroto. Subí. Era la señora.
Comprendí que ella luchaba por aislarse del mundo cerrando el paso, clausurando entradas. Esa vez me apuntó con el bastón desafiante, así que salí inmediatamente del ático. Luchaba por separarme del presente y de la realidad en su bruma particular, en la penumbra obligada de su cuarto. Me causo pena y a la vez miedo. Sin embargo, había algo que me seguía fascinando de ella. Dejé de ir varios días después de ese incidente. Pero todo el tiempo pensaba en ella hasta que no pude resistir y volví a la semana siguiente y seguí yendo todos los días.

Cuando estaba de humor recitaba versos de Shakespeare. Me maravillaban su prodigiosa memoria y su perfecta dicción, pero también me horrorizaban algunos, como los de Lady Macbeth que a ella le encantaban.

–Escucha, joven amiga, y aprende: “La vida no es sino una breve llama, una sombra que camina, un pobre actor que no volverá a ser oído, es un cuento contado por un idiota, lleno de sonido y de furia que no significa nada” –y se regodeaba en su perfecto inglés:

“It’ s a tail told by an idiot full of sound and fury signifying nothing”.

Muchas veces lloraba mientras recitaba y terminaba muy alterada, por lo que me ordenaba que me fuera. Yo me retiraba discretamente y sus palabras quedaban resonando en mis oídos.
Algunas veces lloraba mientras recitaba y terminaba muy alterada, por lo que me ordenaba que me fuera. Yo me retiraba discretamente y sus palabras quedaban resonando en mis oídos.
Algunas veces se mostraba extremadamente cariñosa y se empeñaba en pedirme que eligiera una de sus joyas para regalarme.

–Dime, querida, cuál de estas joyas quisieras para dártela.

–Ninguna, doña Isabel; por favor, no se preocupe.

–¡Qué desaire! ¡Qué malagradecida eres! No entiendes lo mucho que significan para mí. ¿No sabes acaso que las joyas son como el alma de una mujer?

Alguna vez estuve tentada de tomar una, pero me resistía. Entre otras razones, pensaba que al hacerlo ella terminaría molesta y exaltada. Además, no tenía mayor interés en tenerlas. Por eso no le hacía caso, me despedía de ella y volvía al día siguiente.
–Eddie, sé útil y trae los dulces que le gustan a la señorita Mariela. Date prisa, ¿o crees que ella tiene todo el día para esperarte?
Era hermoso escuchar los relatos de su niñez contados con tanto humor. Otras veces a duras penas hablaba. Yo la contemplaba y más de una vez las lágrimas le corrieron manchándole la cara de maquillaje.
Una tarde me mandó llamar con Eddie, quien lucía muy asustado, y no hacía sino repetirme: “La, la….señora doña Isabel la llama. Suba por favor”.
Había una súplica en su cara de tramboyo despavorido. Cuando entré en el ático la encontré de pie, colgándose de las gruesas cortinas que lo oscurecían.
–A ti te estaba buscando, por qué te demoraste tanto en subir, qué malvada eres. Se han robado mis joyas –se lamentó a gritos–. Deben de ser tus obreros, así que tú harás que aparezcan, ¡hoy mismo!
Tenía un tono cada vez más imperioso.
Me preocupó su estado pero sospeché que ninguno de mis obreros ni el mismo Eddie habían tomado las joyas que ella tenía escondidas. Pensé que trataba de llamar mi atención y así lo confirmé unos días después de que me ausenté. Cuando volví a visitarla, por fortuna estaba totalmente serena y parecía haber olvidado el desagradable incidente. Eddie estaba más tranquilo y supe por él que la señora había perdido la idea del robo.
–Mariela –me dijo con voz trémula esa tarde–, si tú te fueras, estoy segura de que moriría. Tú eres la única compañía que me queda. Me siento muy triste cuando no te veo. Me gusta estar contigo porque me haces acordar a mí misma cuando era joven. Siempre adoré esta casa, igual que tú. En realidad, lo único que quiero es que estés todo el tiempo conmigo. No quiero la compañía de nadie más.
Sus comentarios me incomodaban muchísimo y hasta me indignaban; quizá me sentía manipulada entre su exigencia y su suavidad extremas. Luchaba conmigo misma para no reaccionar de manera ruda contra ella, contra la lástima y la irritación que me causaba al mismo tiempo. Sin embargo, tampoco podía prestarle demasiada atención, porque si lo hacía sabía que ella se irritaría más y se comportaría como una niña caprichosa, engreída y tirana.
–Hasta que al fin llegaste. ¿No te da vergüenza haberte demorado tanto en venir a visitarme? Cualquiera de estos días me muero y nadie se entera. Si no fuera por Eddie…él es el único que se preocupa por mí.
–Pero doña Isabel, usted sabe que estoy trabajando, estoy cerca; además, nunca dejo de venir a visitarla, y lo hago con mucho gusto.
Y esos diálogos se repetían constantemente mientras Eddie entraba y salía con el azafate cincelado, las servilletas bordadas y las tazas de Limoges.
Emprendí los trabajos del segundo piso por la escalera trasera. Así pude continuar sin que ella viera a los obreros y evité que le dijera una impertinencia o que ellos se burlaran de alguna de sus extravagancias.
Piqué los falsos techos y dejé al descubierto las esplendorosas vigas de madera que poco a poco recobraron su color caramelo. Las ventanas de las buhardillas dejaron su aspecto de ojos soñolientos y volvieron a mirar el mar después de muchos años.

Era evidente que doña Isabel no dormía bien; lucía cansada.

–Dime qué es lo que están haciendo esos obreros a la casa. No quiero ni pensarlo. Deben de estar arruinando los cristales biselados de las puertas. No quiero ni enterarme de que hayan roto la araña del comedor o desportillado las chapas de porcelana francesa.

Hablaba como si tratara de una persona a la que la estuvieran ultrajando.

–Baje y véalo usted misma; le va a gustar mucho cómo está quedando.

Yo a mi vez le hablaba como si estuvieran peinando y acicalando a una bella mujer para ir a un baile.

Y tratando de cambiar el tema le pedía que me recitara algún verso y le seguía el amén en medio de la penumbra, las telarañas y el moho. Y por momentos notaba que lograba desviar su atención hacia temas que la tranquilizaban. Pero me daba cuenta de que nunca dejaría que los obreros entraran a trabajar en su dormitorio.

Mientras tanto la casa iba cobrando vida, recuperando su antiguo espíritu y forma. Su perfume de maravilla, mezcla de madera, madreselva y mar. La luz entraba hasta mi tablero por una inmensa ventana clara.

Una noche sentí ruidos aun más fuertes que otras veces. Como de costumbre, comenzaron cuando ya me había acostado. Decidí subir y escabullirme hasta su cuarto para ver de qué se trataba. Todo estaba oscuro. El tropel de muebles en la sala. El piso apolillado de madera crujiente. Me asomé y vi por la puerta entreabierta un desorden mayor que el de costumbre y a Eddie en extraña actitud como un espectador impávido ente un espectáculo sobrecogedor. La señora Isabel abría y cerraba cajones con él por testigo, de los que extraía joyas que se ponía y se quitaba, vestida de los años cincuenta, con la falda de tafetán de vuelo grande y duro. Tenía un maquillaje de ojos mal delineados y un moño alto con horquilla despeinado. Se reía y bailaba, trastabillando y cantando como Edith Piaf:

“Non, rien de rien. Non je ne regrette rien”

Eddie iba acomodando los muebles amontonados por donde ella pasaba hasta que caía extenuada y llorosa en su cama.

Me retiré con la melodía en mis oídos, con esa letra y con esa imagen. Quién sabe qué misterios habría habido en su larga y extraña vida. Quién sabe qué era a aquello de lo cual no se arrepentiría.

Me tranquilicé por las noches y los ruidos se volvieron familiares; ya no me molestaban. Veía a Eddie pasar como un alma en pena cada tanto. Era una presencia permanente, un enviado de ella. Yo trabajaba cada vez más y mejor en la amplia sala de la ventana luminosa y perfumada por el aliento salino del mar. Llegué a conocer la casa como se puede conocer a una persona: en todos los vericuetos de su arquitectura. Ninguna persona era igual a otra, ninguna era como ésta, ninguna era tan bella.

Una tarde oí un alarido. Esta vez era Eddie. Subí de cuatro en cuatro las escaleras. Lo encontré como un espectro.

–¿Qué pasa? –le pregunté. Pero no me contestó. Lo hice a un lado. Crucé la sala. Entré en la habitación. La señora Isabel yacía entre la pila de libros, con las joyas en la mano. La cara sin vida, los ojos desorbitados, el alma se le había volado y un hilo de saliva colgada de su boca endurecida. Vi el abismo de la muerte y sentí su oscuridad insondable y su inescrutable silencio.

Dispuse todo para su entierro, al que solo asistimos Eddie y yo.

No volvería a oír por las noches, ni los versos, ni aquella canción, y extrañaría tomar el té con doña Isabel. Eddie continuó apareciendo los días que siguieron. Parecían escurrirse. Yo juntaba fuerzas para ordenar y disponer las obras en el ático de doña Isabel. Y volví a sentir durante esas noches la soledad de la casa. Tal vez más que nunca. Tal vez me había contagiado. Apenas me acosté comenzaron las risas y los llantos y el golpe del bastón de doña Isabel. Los jalones y trastabilleos, y esa melodía. Esa noche en especial me desperté varias veces sobresaltada y no sabía si soñaba o escuchaba realmente los ruidos. ¿Sería ese muchacho un fantasma viviente? ¿Sería la señora con los espectros del ático muerto? ¿O sería sólo sueños?

Al día siguiente en la mañana oí el sonido seco de la aldaba. Me asomé y vi cruzar a Eddie como una sombra, como salido de entre los muros. Fui hasta la sala. Un señor con aspecto muy serio se presentó. Resultó ser el doctor Collantes, abogado de la señora Isabel. Me dijo que tenía un documento de ella. Lo hice pasar a la biblioteca, donde los libros de tafilete estaban perfectamente ordenados en sus estantes de caoba. Ya no lucían como niños huérfanos. Eddie entró y su cara lució más alelada que nunca.

–He venido a leer las disposiciones de la señora Estenós, a fin de tomar algunas medidas de acuerdo a su testamento.

Y leyó textualmente la que había sido su última voluntad: 

“Yo, Isabel Estenós, declaro en pleno uso de mis facultades, que doy en herencia la totalidad de mis bienes muebles así como la casa situada en Miraflores, con las mejores efectuadas últimamente, sus aires, su suelo y su subsuelo, sin ninguna restricción al señor Eddie Villa fuertes”.

Lo miré. Tenía la impresión impávida de siempre. Esa misma tarde tomé mis pocas pertenencias, le devolví el llavero y salí a alquilar un departamento. El tablero lo pasaría a buscar después, o tal vez lo dejaría ahí para siempre.

Pasó el tiempo y nunca lo fui a recoger. No tenía fuerzas para hacerlo. Me parecía que el cielo gris estaba muy bajo, casi aplastándome, y que la garúa traspasaba mi piel produciéndome un frío inexplicable. El mundo me parecía una cáscara silenciosa. Hasta un día en que recibí la llamada de Eddie:

–Señorita Mariela, acá están todavía sus cosas, con su tablero más. 

–Iré cuando pueda, Eddie.

Unos días después decidí ir y enfrentar la realidad. Caminaba sin querer llegar. Traté de no mirar la casa, pero no lo puedo evitar y lo hice. Al entrar por la arboleda volví a sentir el olor a moho que venía de dentro. El encierro salió a mi alcance. Encontré, en vez de la silla Luís XV de doña Isabel, un cordel con harapos colgados que atravesaba de punta a punta el lugar, con mi tablero arrimado a un lado y cosas encima. Eran trapos y envases de plástico. Vi unos camastros y unas cocinillas con fritangas. Unos niñitos sucios jugando en el piso con unos juguetes viejos. La familia de Eddie me recibió con indiferencia y yo sentí a la señora Isabel en su casa muerta. Los espectros del ático desperdigados por todos lados.

Dejé mi tablero donde estaba y al salir me detuve como el primer día en el centro de la estrella, la que daba a las tres calles y la quinta, y la miré por última vez. Levanté la vista y vi por la ventana de los altos de la casa de arriba nuevamente abarrotada de muebles como guardianes de nada. Y vi una vez más un letrero colgado tristemente como un collar al cuello.

Esta vez no decía “Se vende”; decía: 

“Provivienda hace realidad tu casa propia. 68 amplios departamentos de dos y tres dormitorios, finos acabados. Financia Banco Popular”.

Creí que nunca más volvería por esas calles olvidadas de Miraflores ni a soñar con esa casa.

Pero volví. Había pasado un tiempo en el que me sentí como un planeta desierto, como un barco varado en el fondo del mar. El frío del invierno entraba en mi alma y parecía congelar mi cuerpo. Se me hacía difícil vivir. Tenía la sensación de haber sido desconectada del mundo o de la vida o de mi propio ser. ¿Dónde habría quedado mi tablero? En todo caso ya de nada me servía; había abandonado por completo todo lo que tuviera que ver con él. Pero algunas noches no podía evitar soñar con la casa del acantilado, aunque de día la alejaba de mis pensamientos como fuera. Me prohibía a mí misma pasar delante de la casa; huía de ella. Un día no pude más y caminé hacia allá. Temía en el fondo ya no encontrarla como se teme no encontrar a un amigo muy viejo después de un tiempo de no verlo. ¿La habría matado con sus picos y palas? ¿Habrían terminado con todo lo que había dentro de ella? Esos muebles arrumados, que eran como sus vísceras, habrían sido extraídos de sus entrañas y puestos a merced de algún buitre anticuario. La habrían desbaratado dejándola como un cascaron vacío y roto. No. Ahí estaba todavía muerta pero de pie como los árboles.

Me detuve en el centro de la estrella y con miedo miré de soslayo la ventana de los altos, a ver si tenía algo que decirme todavía. Lo único que me dijo el letrero fue:

“Entidad financiera remata. Precio base US$ 100,000” 

¿Qué habría pasado? ¿Por qué la subastan? ¿Por qué no construían de una vez esos departamentos pequeños y utilitarios que prometían en el letrero anterior?

Súbitamente se encendió una flama en mí y decidí buscar al doctor Collantes. Me recibió en una oficina tugurizada del centro de Lima que quedaba cerca de la Iglesia de San Pedro. Lo esperé sentada en un sofá tipo Chesterton, de acuerdo rojo y con capitoné.

–Lo que sucede es que a un tiempo de la lectura del testamento, la compra de la casa por parte de la entidad financiera no se llegó a perfeccionar, dado que la búsqueda en el registro arrojó que no estaba debidamente saneada. Pendía de ella una hipoteca. Ese es el motivo por el que se ha procedido al remate. El señor Villafuertes solo recibió de doña Isabel un presente griego.

–Gracias doctor Collantes por la información, le aseguro que me va ser de gran utilidad –le contesté balbuceante. 

Esa noche no dormí pensando en que podría recuperarla, y a la mañana siguiente salí temprano rumbo a la entidad del remate para comprar las bases.

Pondría todos mis ahorros y adquiriría una deuda para pagarla.

Me adjudicaron la casa. Era como si ella se resistiera a alejarse de mí. Durante unos días viví en un marasmo. Me gobernaba una inquietud similar a la de volver a ver a un amor después de un tiempo y me detenía para retener la ilusión como un regalo sin abrir.

Finalmente tomé las llaves y volví a oír el chirrido ácido de los goznes. Ya sin Eddie la casa se había librado de una especie de yugo como un matrimonio disuelto. Me sentí más dueña de mí misma sin la amenaza latente de verlo. Sin embargo, comprobé que la casa conservaba para mí ese misterio y me producía el mismo miedo de la primera vez. Caminé por la arboleda que había sido nuevamente maltratada. El mismo olor a encierro de antes, los gatos, las macetas vacías, los volantes de comida rápida en el suelo. Las hojas de los árboles como pelos lacios y ralos. La alfombra de polvo en el piso. Todavía quedaban algunos muebles como soldados inertes sobrevivientes de una batalla inexistente esperándome arriba.

Volvería a nacer, sin duda, pero cómo había envejecido tanto, tan de repente. Cómo la habían maltratado hasta hacer que volviera a enfermar, cómo habían matado una vez más mi casa resucitada. Haría que volviera a respirar, y puse manos a la obra.

Comencé por limpiar y ordenar el caos que la familia de Eddie había ocasionado en pocos meses. Ventilar, pintar y plantar una vez más. Nuevamente el perfume de maravillas invadía el ambiente, y había que pasar por fin al ático de doña Isabel.

Sin embargo, desde la primera noche comenzó a sonar la melodía, los jalones y los llantos, las risas y las quejas. Sería que me perseguía el recuerdo de doña Isabel. Alguna vez pensé, cuando ella murió, que era Eddie quien se entretenía en asustarme o que la hacía a pesar de él mismo, como un loco. No. No era él definitivamente.

El ático tenebroso sin doña Isabel dentro era algo insólito para mí. Removí las sábanas blancas que cubrían los muebles como espectros. Extrañas bolsas negras desparramadas por el piso como hongos en una cueva; los cajones de los muebles enconchados habían sido vaciados. Ya no estaban las joyas que doña Isabel se ponía y se quitaba por las noches. Un gato salió por debajo de la cama y se paseó desafiante delante de mí. Retiré las cortinas gruesas que tapaban las ventanas del ático. La luz del sol entró tímidamente. Un haz de luz iluminó con sus diminutas partículas de polvo inquieto un ángulo de la habitación. Había un interruptor de luz colgado. Me acerqué a enderezarlo y encontré que era un escondrijo, la tapa de un hueco. Iba a meter mi mano pero algo tembló detrás de la pared. Me retiré unos pasos. Tomé una linterna y vi que en el fondo del vericueto había un objeto que brillaba. Estiré el brazo lo más que pude. Era un collar de enormes brillantes. Lo devolví y acomodé el interruptor. Los obreros estaban por llegar. Mientras tanto tomé fotos del ático, como era mi costumbre antes de empezar las obras. La cuadrilla de hombres llegó y comenzó a trabajar. El sonido del cepillo no paró en todo el día, las voces de los obreros sonaban como ecos de martillazos dentro de una bruma. En la tarde esperé que terminaran de lavarse en el patio y salí a revelar las fotos. Regresé a la casa y las saqué para verlas. En la primera me pareció ver unas manchas; sería el salitre. En otra observé una luz fulgurante; debía de ser el reflejo de la ventana que abrí. Otras habían salido sumamente oscuras, como si las sombras no se hubieran ido en absoluto.

Esa tarde, como todas las demás, algo infinitamente triste y viejo pareció apoderarse del lugar y entrar en mí. No sé si era yo o era el ático. Tal vez habíamos comenzado hacer la misma cosa. Tanto que no me atrevía a esa hora a acercarme al enorme espejo manchado de azogue. Más de una vez me había figurado encontrar la cara de doña Isabel con su moño despeinado sostenido con horquilla, sus ojos mal delineados mirándome con su iris lila.

Decidí encerrarme en el ático dándole varias vueltas a la llave antigua y terminar de ver lo que había detrás del interruptor. Con un desarmador lo desprendí completamente y fui sacando una a una las alhajas antiguas e infinidad de libros y papeles. Desde esa noche no volví a dormir en mi habitación. Después de mucho cavilar me adormecía y la canción volvía a sonar. “Non, rien de rien, non je ne regrette rien…”. Cada vez me fue más difícil salir del ático. Revisando un álbum de fotos sepia, encontré una de doña Isabel joven. Por unos instantes hasta me pareció que era igual a mí. Oí su voz cascada diciéndome que la vida no es sino una breve llama un cuento contado por un idiota. Abrí el armario el que salió un perfume penetrante de mujer. Vi el vestido negro de encaje de la foto. Lo saqué inmediatamente y me lo puse, lo mismo que al collar de diamantes que extraje del escondite. En la penumbra del ático me acerqué con miedo al espejo y me miré. Vi a través de él, detrás de mí, las manchas en la pared y, entre las sombras, una luz y un espectro. ¿Me habría contagiado? ¿La soledad me habría tomado inadvertida? La casa vacía conmigo dentro, presa en el ático oscuro y lleno de joyas, libros y telas de araña. Igual que doña Isabel. ¿Las paredes comenzarían ahora a hablarme como a ella, el ático me devoraría también a mí? Ella sin duda no se arrepentiría de haberme dado y quitado la casa. Me recogí el pelo sin dejar de mirarme al espejo manchado de azogue y canté la canción mientras la casa entera lloraba.


1 comentario:

  1. ¡Me encantó! Comienzas y no puedes... no puedes...no puedes dejarla hasta el final.
    ¡Felicitaciones Alina!

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