14 de octubre de 2020

LOS GEMELOS HAMBERES - KATYA ADAUI (Aquí hay icebergs)


¿Mejor aquí?

Sí. Encenderé la grabadora. Comience cuando esté listo.

Leeré algunas partes.

De acuerdo.

Fue una mañana tranquila, es lo primero que puedo decirle.

Los gemelos Hamberes vestían trajes nuevos y sencillos. Tomaban café de un termo. Señalaron el techo con el índice, y sus padres y el hermano mayor dijeron: Sí, allá arriba. Una despedida sin lágrimas ni dudas.

¿Hora?

Les aplicamos la inyección letal a las once y media. Los gemelos estaban en camas contiguas, tomados de la mano. Nos sonrieron a las enfermeras y a mí. Tuvieron una muerte idéntica, tal como la habían concebido. En rigor no hay nada heroico ni tampoco censurable en ello.

Conocemos el curso de los acontecimientos. Yo creo que a la historia le corresponderá juzgar, no ahora, sino en su momento.

Me negué a ayudarlos, como bien sabe. Estuve bajo un ataque permanente, ninguno atravesaba un padecimiento físico insuperable ocasionado por una condición patológica grave e incurable.

Sus colegas rechazaron colaborar por la ausencia de este requisito, siete me lo confirmaron.

Exacto. Aunque la sordera congénita cause una melancolía profunda e irresible, de ninguna manera podríamos considerarla motivo suficiente.

¿Cuándo decidió apoyarlos?

Los gemelos volvieron a mi consultorio acompañados por sus padres y el hermano mayor. ¿Qué esperan de mí?, pensé, mi respuesta ha sido tajante. La familia me contó que habían estado en desacuerdo con el pacto de los gemelos. Intentaron disuadirlos, siempre en vano. Cito al hermano mayor. “Viven juntos desde los dieciocho, tienen cuarenta y cinco. Hace tres meses les detectaron un mal degenerativo y van a quedarse ciegos. Todo lo hacen juntos. Cocina, limpian, van de compras, ambos son zapateros. Tendrían que irse a vivir a un albergue y depender de otros. Cualquiera podría comer en el piso de su departamento de lo limpio que está”.

¿Y qué hacían los gemelos mientras tanto?

Ellos seguían el movimiento de los labios, asentían con la cabeza, se comunicaban con señas todo el tiempo. He aquí lo atípico, no era ninguno de los sistemas de signos conocidos.

Tenían un leguaje solitario.

Solitario y secreto. Y quedaba en ambos algo de infancia, excepto por la ausencia de cicatrices en la ceja o el mentón,  los ojos astutos. Tenían rostros grasosos, brillantes.

¿Era fácil reconocerlos?

Yo no podría asegurarle quién era quién, cada uno parecía el autorretrato del otro. Debí preguntarles: Eres Mikel o Jordy? Era fácil imaginar cómo habían sido de niños, eligiendo la misma ropa, los mismos juegos. El padre me contó que habían recorrido los consultorios de seis oftalmólogos para corroborar el diagnóstico de ceguera; prometieron cuidados paliativos.

Dijo también: Ya sabe usted lo que significa. Los psiquiatras le recetaron psicotrópicos para aliviarlos de la angustia.

Hablemos de la madre ahora. Pocos comprenden su, vamos a llamarlo así, “sacrificio”.

Que hable ella, la citaré: “Una madre jamás aceptará que sus hijos deseen morir, pero si deja de culparse, logrará comprender el dolor que sienten, tal es el amor de una madre”.

Yo busqué en sus ojos una fachada, cinismo, locura. No encontré nada, salvo aceptación. Ella siguió: “Para mis hijos la idea de no verse nunca más es el único dolor insoportable”. Cuando se fueron, yo seguía sorprendido. Las dos semanas siguientes solo pude pensar en los gemelos.

Es que estamos ante una situación inconcebible.

1) Me culparían de una carnicería aunque tuviera las manos limpias. 2) El deseo de morir no significa mucho en sí mismo. Todos lo hemos experimentado alguna vez. Queremos saber por qué vamos a vivir. Si algo he aprendido en mis años de médico es que necesitamos compañía para atravesar la fase más íntima de nuestra existencia.

¿No quería hacerse responsable?

¿Qué harás ahora?, me preguntaban mis colegas, millones conviven a diario con los mismos males en todo el mundo, hay sordos-ciegos, mudos-cojos. Es cierto. Yo también lo había pensado, cómo no. Hacía tiempo que no estaba tan perplejo.

¿Había tenido casos parecidos?

Soy responsable de doscientos treinta y cuatro eutanasias en todo el país, la mayoría por cáncer terminal. Ningún caso como este, ninguno. Yo ayudé a morir a mi mejor amigo. Hubiera deseado estar en cualquier otro lugar. Él no quería irse, pero comprendía que debía hacerlo. Mejor tú que un extraño, me tranquilizó. Fue una cuestión de amistad.

Pero usted no tenía una especial simpatía hacia los hermanos Hamberes. Regresemos a ellos.

La siguiente vez volvieron solos. Noté que hasta caminaban igual, hundiendo el pie izquierdo. Portaban stickers con sus nombres sobre el bolsillo de la camisa, como estudiantes nuevos. Una broma que nos mantuvo por encima del abismo. ¿El suicidio?, les pregunté, y les di papeles y lapiceros. Mikel fue el primero en responder: “Uno de nosotros verá al otro morir primero”. Jordy escribió: “Nos dejaría como locos. Somos conscientes de lo que estamos pidiendo”. La misma letra, cómo podía ya asombrarme.

¿Qué habría pasado si los gemelos hubieran sido ciegos que se iban a aquedar sordos?

Cuánta especulación. Yo no puedo hablar sobre supuestos. El dolor psíquico que ellos sentirían frente a la ausencia definitiva del otro era incurable. Nunca podría reponerse a eso, estoy seguro.

Este pacto de muerte ha generado nuevas controversias y reabierto debates legales.

Está bien dialogar exhibiendo todas las dudas. Hallaremos descubrimientos interesantes. Llegué a una conclusión y sigo creyendo lo mismo. Nadie tiene el derecho de increparle al otro: “Tu dolor me parece exagerado”.

Hablemos de la noticia.

Sí, la estaba esperando. ¿La escribió usted?

No, pero repasemos el titular: “Más del setenta por ciento apoya la eutanasia en menores de edad conscientes para tomar decisiones”.

Correcto. Ahora tengo la intención de observar cómo se desenvuelven los niños, conoceremos la dimensión de su espíritu.

¿Podrán desprenderse tan pronto de la vida?

Es un misterio. Por lo pronto espero que la incertidumbre pase en las próximas semanas y pueda volver a trabajar.

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