¿Mejor aquí?
Sí. Encenderé la
grabadora. Comience cuando esté listo.
Leeré algunas
partes.
De acuerdo.
Fue una mañana
tranquila, es lo primero que puedo decirle.
Los gemelos Hamberes vestían trajes nuevos
y sencillos. Tomaban café de un termo. Señalaron el techo con el índice, y sus
padres y el hermano mayor dijeron: Sí, allá arriba. Una despedida sin lágrimas
ni dudas.
¿Hora?
Les aplicamos la
inyección letal a las once y media. Los gemelos estaban en camas contiguas,
tomados de la mano. Nos sonrieron a las enfermeras y a mí. Tuvieron una muerte
idéntica, tal como la habían concebido. En rigor no hay nada heroico ni tampoco
censurable en ello.
Conocemos el curso
de los acontecimientos. Yo creo que a la historia le corresponderá juzgar, no
ahora, sino en su momento.
Me negué a
ayudarlos, como bien sabe. Estuve bajo un ataque permanente, ninguno
atravesaba un padecimiento físico
insuperable ocasionado por una condición patológica grave e incurable.
Sus colegas rechazaron colaborar por la
ausencia de este requisito, siete me lo confirmaron.
Exacto. Aunque la sordera congénita cause
una melancolía profunda e irresible, de ninguna manera podríamos considerarla
motivo suficiente.
¿Cuándo decidió
apoyarlos?
Los gemelos
volvieron a mi consultorio acompañados por sus padres y el hermano mayor. ¿Qué
esperan de mí?, pensé, mi respuesta ha sido tajante. La familia me contó que
habían estado en desacuerdo con el pacto de los gemelos. Intentaron
disuadirlos, siempre en vano. Cito al hermano mayor. “Viven juntos desde los dieciocho,
tienen cuarenta y cinco. Hace tres meses les detectaron un mal degenerativo y
van a quedarse ciegos. Todo lo hacen juntos. Cocina, limpian, van de compras,
ambos son zapateros. Tendrían que irse a vivir a un albergue y depender de
otros. Cualquiera podría comer en el piso de su departamento de lo limpio que
está”.
¿Y qué hacían los
gemelos mientras tanto?
Ellos seguían el
movimiento de los labios, asentían con la cabeza, se comunicaban con señas todo
el tiempo. He aquí lo atípico, no era ninguno de los sistemas de signos
conocidos.
Tenían un leguaje
solitario.
Solitario y
secreto. Y quedaba en ambos algo de infancia, excepto por la ausencia de
cicatrices en la ceja o el mentón, los
ojos astutos. Tenían rostros grasosos, brillantes.
¿Era fácil reconocerlos?
Yo no podría
asegurarle quién era quién, cada uno parecía el autorretrato del otro. Debí
preguntarles: Eres Mikel o Jordy? Era fácil imaginar cómo habían sido de niños,
eligiendo la misma ropa, los mismos juegos. El padre me contó que habían recorrido
los consultorios de seis oftalmólogos para corroborar el diagnóstico de
ceguera; prometieron cuidados paliativos.
Dijo también: Ya sabe usted lo que
significa. Los psiquiatras le recetaron psicotrópicos para aliviarlos de la
angustia.
Hablemos de la
madre ahora. Pocos comprenden su, vamos a llamarlo así, “sacrificio”.
Que hable ella, la
citaré: “Una madre jamás aceptará que sus hijos deseen morir, pero si deja de
culparse, logrará comprender el dolor que sienten, tal es el amor de una madre”.
Yo busqué en sus ojos una fachada,
cinismo, locura. No encontré nada, salvo aceptación. Ella siguió: “Para mis
hijos la idea de no verse nunca más es el único dolor insoportable”. Cuando se
fueron, yo seguía sorprendido. Las dos semanas siguientes solo pude pensar en
los gemelos.
Es que estamos
ante una situación inconcebible.
1) Me culparían de
una carnicería aunque tuviera las manos limpias. 2) El deseo de morir no
significa mucho en sí mismo. Todos lo hemos experimentado alguna vez. Queremos
saber por qué vamos a vivir. Si algo he aprendido en mis años de médico es que
necesitamos compañía para atravesar la fase más íntima de nuestra existencia.
¿No quería hacerse
responsable?
¿Qué harás ahora?,
me preguntaban mis colegas, millones conviven a diario con los mismos males en
todo el mundo, hay sordos-ciegos, mudos-cojos. Es cierto. Yo también lo había
pensado, cómo no. Hacía tiempo que no estaba tan perplejo.
¿Había tenido
casos parecidos?
Soy responsable de
doscientos treinta y cuatro eutanasias en todo el país, la mayoría por cáncer
terminal. Ningún caso como este, ninguno. Yo ayudé a morir a mi mejor amigo.
Hubiera deseado estar en cualquier otro lugar. Él no quería irse, pero
comprendía que debía hacerlo. Mejor tú que un extraño, me tranquilizó. Fue una cuestión
de amistad.
Pero usted no
tenía una especial simpatía hacia los hermanos Hamberes. Regresemos a ellos.
La siguiente vez
volvieron solos. Noté que hasta caminaban igual, hundiendo el pie izquierdo.
Portaban stickers con sus nombres
sobre el bolsillo de la camisa, como estudiantes nuevos. Una broma que nos
mantuvo por encima del abismo. ¿El suicidio?, les pregunté, y les di papeles y
lapiceros. Mikel fue el primero en responder: “Uno de nosotros verá al otro
morir primero”. Jordy escribió: “Nos dejaría como locos. Somos conscientes de
lo que estamos pidiendo”. La misma letra, cómo podía ya asombrarme.
¿Qué habría pasado
si los gemelos hubieran sido ciegos que se iban a aquedar sordos?
Cuánta especulación.
Yo no puedo hablar sobre supuestos. El dolor psíquico que ellos sentirían
frente a la ausencia definitiva del otro era incurable. Nunca podría reponerse
a eso, estoy seguro.
Este pacto de
muerte ha generado nuevas controversias y reabierto debates legales.
Está bien dialogar
exhibiendo todas las dudas. Hallaremos descubrimientos interesantes. Llegué a
una conclusión y sigo creyendo lo mismo. Nadie tiene el derecho de increparle
al otro: “Tu dolor me parece exagerado”.
Hablemos de la
noticia.
Sí, la estaba
esperando. ¿La escribió usted?
No, pero repasemos
el titular: “Más del setenta por ciento apoya la eutanasia en menores de edad
conscientes para tomar decisiones”.
Correcto. Ahora
tengo la intención de observar cómo se desenvuelven los niños, conoceremos la
dimensión de su espíritu.
¿Podrán desprenderse
tan pronto de la vida?
Es un misterio. Por lo pronto espero que la incertidumbre pase en las próximas semanas y pueda volver a trabajar.
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