1 de marzo de 2024

DE LA ETERNIDAD - SERGIO RAMÍREZ



S.E. despertó y se incorporó, cansado de dormir tanto. Fuera del mausoleo las callejuelas del cementerio se hallaban desiertas, salvo por un panteonero que se alejaba con un saco de hojas secas al hombro. El cielo tenía el mismo color de oro mustio del atardecer en que lo habían enterrado tras los tediosos funerales de estado. 

En las calles sólo se cruzó con un niño que hacía rodar un aro empujándolo con un palo, y que no se distrajo de su juego cuando cruzó a su lado andando con el paso cansado de quienes se levantan de entre los muertos. Del lago, al otro lado de la vía férrea abandonada, donde desembocaban las cloacas, llegaba la tufarada a mierda en el aire tibio. 

Emprendió la marcha por la avenida sombreada de palmeras reales que llevaba hacia la loma donde se alzaba el palacio presidencial con sus almenas y ventanales de estilo mudéjar, la cuesta demasiado empinada para sus fuerzas, por lo que debía detenerse a trechos. Su vigor ya no era el mismo de los tiempos de la guerrilla, cuando era capaz de aguantar jornadas de días enteros en lo espeso de la manigua. 

El niño del aro no tenía por qué reconocerlo ni asombrarse de verlo vivo. Pero cuando traspuso el portal del palacio los centinelas, tras un instante de vacilación causada por el asombro, le presentaron armas. El secretario de correspondencia, que fumaba acodado en la balaustrada que daba al jardín de las garzas, al verlo acercarse tiró el cigarrillo y corrió a ocupar su escritorio en la antesala del despacho presidencial. 

En el despacho nada había cambiado. Seguía en la pared su foto oficial, con retoques a mano que aureolaban de rosa pálido sus mejillas y teñían de una pátina verdosa la guerrera del uniforme sobre el cual lucía terciada la banda presidencial, y, en custodia de la foto, de un lado la bandera nacional, y del otro la bandera del partido. 

Tocó el timbre para llamar al secretario de la correspondencia que acudió presuroso, andando con pasos cortos, la visera verde sombreando su rostro y los dedos manchados de tinta violeta, y puso frente a él una carpeta de partes reservados y otra de cartas que firmar. 
―¿Qué ha habido de nuevo? ―preguntó S.E. 

―Sólo una rebelión de estudiantes a la cual se sumaron elementos subversivos civiles, pero fue debidamente sofocada ―le informó. 

―¿Y de dónde sacaron las armas esos pendejos? ―preguntó S.E. 

―Salieron desarmados a las calles ―respondió el secretario―. Se usó fueg>o de francotiradores para despejar las barricadas que levantaron. Todo está consignado en los partes. 

―¿Qué hay para firmar? ―preguntó tras un bostezo. 
Tanto tiempo sin despertar, y aún sentía los párpados pesados de sueño. 

―Las órdenes de fusilamiento de los cabecillas están en el legajo de encima ―dijo el secretario―. Lo demás son ascensos de grado y condecoraciones para los jefes de tropa de la operación. Los francotiradores ya han sido recompensados. 

S.E. revisó la lista de los condenados a muerte acercándola a los ojos miopes. 

―Pero todos estos mismos ya fueron fusilados en el siglo pasado ―dijo. 

―Esos fueron otros, culpables también del delito de rebelión ―dijo el secretario―. Lo que pasa es que los nombres siempre se repiten. 

Con gesto decidido S.E. mojó la plumilla en el tintero de cristal de roca y al pie de la palabra ejecútese trazó su firma adornada con la vistosa rúbrica que era como la cola de un dragón enrollada en tres vueltas. 

―Los ascensos y medallas quedan para mañana ―dijo, y cerró la carpeta. 

―Como usted ordene ―dijo el secretario de la correspondencia, y pasó el secante sobre las firmas. 

S.E. fue hasta la ventana desde la que se miraba abajo la ciudad. Empezaba a caer el crepúsculo. Los techos de tejas arábigas asomaban entre la verdura de los patios, las farolas ya estaban encendidas en las calles trazadas a cordel, y los zopilotes sobrevolaban los botaderos de basura desde los que se alzaban columnas de humo que se dispersaban lentamente en la distancia. 

―¿Soy viudo, casado, o qué cosa? ―le preguntó al secretario de la correspondencia cuando ya se llevaba los legajos. 

―Casado ―dijo el secretario―. La primera dama no tarda en llegar. Siempre regresa a esta misma hora de su paseo en landó por el malecón. 

―Que enciendan las lámparas ―ordenó S.E―. Estoy aburrido de tanta oscuridad.