Charla Literaria
Charla Literaria desea compartir un espacio de lectura y temas culturales que sean del gusto de todos nuestros lectores y escritores. Iremos moldeando y mejorando la página con los aportes de nuestros colaboradores.
1 de marzo de 2024
DE LA ETERNIDAD - SERGIO RAMÍREZ
22 de agosto de 2022
Utopía de un hombre que está cansado - Jorge Luis Borges
Llamola Utopía, voz griega cuyo
significado es no hay tal lugar.
Quevedo
No hay dos cerros iguales, pero en
cualquier lugar de la tierra la llanura es una y la misma. Yo iba por un camino
de la llanura. Me pregunté sin mucha curiosidad si estaba en Oklahoma o en
Texas o en la región que los literatos llaman la pampa. Ni a derecha ni a
izquierda vi un alambrado. Como otras veces repetí despacio estas líneas, de
Emilio Oribe:
En medio de la pánica llanura interminable
Y cerca del Brasil,
que van creciendo y agrandándose.
El camino era desparejo. Empezó a caer la lluvia. A unos doscientos o trescientos metros vi la luz de una casa. Era baja y rectangular y cercada de árboles. Me abrió la puerta un hombre tan alto que casi me dio miedo. Estaba vestido de gris. Sentí que esperaba a alguien. No había cerradura en la puerta. Entramos en una larga habitación con las paredes de madera. Pendía del cielo raso una lámpara de luz amarillenta. La mesa, por alguna razón, me extrañó. En la mesa había una clepsidra, la primera que he visto, fuera de algún grabado en acero. El hombre me indicó una de las sillas.
Ensayé
diversos idiomas y no nos entendimos. Cuando él habló lo hizo en latín. Junté
mis ya lejanas memorias de bachiller y me preparé para el diálogo.
—Por la ropa —me dijo—, veo que llegas de otro siglo. La
diversidad de las lenguas favorecía la diversidad de los pueblos y aún de las
guerras; la tierra ha regresado al latín. Hay quienes temen que vuelva a
degenerar en francés, en lemosín o en papiamento, pero el riesgo no es
inmediato. Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo que será me interesa.
No
dije nada y agregó:
—Si
no te desagrada ver comer a otro, ¿quieres acompañarme?
Comprendí
que advertía mi zozobra y dije que sí.
Atravesamos
un corredor con puertas laterales, que daba a una pequeña cocina en la que todo
era de metal. Volvimos con la cena en una bandeja: boles con copos de maíz, un
racimo de uvas, una fruta desconocida cuyo sabor me recordó el del higo, y una
gran jarra de agua. Creo que no había pan. Los rasgos de mi huésped eran agudos
y tenía algo singular en los ojos. No olvidaré ese rostro severo y pálido que
no volveré a ver. No gesticulaba al hablar.
Me
trababa la obligación del latín, pero finalmente le dije:
—¿No te asombra mi súbita aparición?
—No
—me replicó—, tales visitas nos ocurren de siglo en siglo. No duran mucho; a
más tardar estarás mañana en tu casa.
La
certidumbre de su voz me bastó. Juzgué prudente presentarme:
—Soy
Eudoro Acevedo. Nací en 1897, en la ciudad de Buenos Aires. He cumplido ya
setenta años. Soy profesor de letras inglesas y americanas y escritor de
cuentos fantásticos.
—Recuerdo
haber leído sin desagrado —me contestó— dos cuentos fantásticos. Los Viajes del
Capitán Lemuel Gulliver, que muchos consideran verídicos, y la Suma Teológica.
Pero no hablemos de hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros puntos
de partida para la invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la
duda y el arte del olvido. Ante todo el olvido de lo personal y local. Vivimos
en el tiempo, que es sucesivo, pero tratamos de vivir sub specie aeternitatis. Del
pasado nos quedan algunos nombres, que el lenguaje tiende a olvidar. Eludimos
las precisiones inútiles. No hay cronología ni historia. No hay tampoco estadísticas.
Me has dicho que te llamas Eudoro; yo no puedo decirte cómo me llamo, porque me
dicen alguien.
—¿Y
cómo se llamaba tu padre?
—No
se llamaba.
En
una de las paredes vi un anaquel. Abrí un volumen al azar; las letras eran
claras e indescifrables y trazadas a mano. Sus líneas angulares me recordaron
el alfabeto rúnico, que, sin embargo, solo se empleó para la escritura
epigráfica. Pensé que los hombres del porvenir no solo eran más altos sino más
diestros. Instintivamente miré los largos y finos dedos del hombre.
Este me dijo:
—Ahora vas a ver algo que nunca has visto.
Me
tendió con cuidado un ejemplar de la Utopía de More, impreso en Basilea en el año 1518
y en el que faltaban hojas y láminas.
No
sin fatuidad repliqué:
—Es
un libro impreso. En casa habrá más de dos mil, aunque no tan antiguos ni tan
preciosos.
Leí
en voz alta el título.
El
otro rió.
—Nadie
puede leer dos mil libros. En los cuatro siglos que vivo no habré pasado de una
media docena. Además no importa leer sino releer. La imprenta, ahora abolida,
ha sido uno de los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta
el vértigo textos innecesarios.
—En
mi curioso ayer —contesté—, prevalecía la superstición de que entre cada tarde
y cada mañana ocurren hechos que es una vergüenza ignorar. El planeta estaba
poblado de espectros colectivos, el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el
Mercado Común. Casi nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos,
pero sí los más ínfimos pormenores del último congreso de pedagogos, la
inminente ruptura de relaciones y los mensajes que los presidentes mandaban,
elaborados por el secretario del secretario con la prudente imprecisión que era
propia del género.
Todo
esto se leía para el olvido, porque a las pocas horas lo borrarían otras
trivialidades. De todas las funciones, la del político era sin duda la más
pública. Un embajador o un ministro era una suerte de lisiado que era preciso
trasladar en largos y ruidosos vehículos, cercado de ciclistas y granaderos y aguardado
por ansiosos fotógrafos. Parece que les hubieran cortado los pies, solía decir
mi madre. Las imágenes y la letra impresa eran más reales que las cosas. Solo
lo publicado era verdadero. Esse est percipi (ser es ser retratado) era el
principio, el medio y el fin de nuestro singular concepto del mundo. En el ayer
que me tocó, la gente era ingenua; creía que una mercadería era buena porque
así lo afirmaba y lo repetía su propio fabricante. También eran frecuentes los
robos, aunque nadie ignoraba que la posesión de dinero no da mayor felicidad ni
mayor quietud.
—¿Dinero?
—repitió—. Ya no hay quien adolezca de pobreza, que habrá sido insufrible, ni
de riqueza, que habrá sido la forma más incómoda de la vulgaridad. Cada cual
ejerce un oficio.
—Como
los rabinos —le dije.
Pareció
no entender y prosiguió.
—Tampoco
hay ciudades. A juzgar por las ruinas de Bahía Blanca, que tuve la curiosidad
de explorar, no se ha perdido mucho. Ya que no hay posesiones, no hay
herencias. Cuando el hombre madura a los cien años, está listo a enfrentarse
consigo mismo y con su soledad. Ya ha engendrado un hijo.
—¿Un
hijo? —pregunté.
—Sí.
Uno solo. No conviene fomentar el género humano. Hay quienes piensan que es un
órgano de la divinidad para tener conciencia del universo, pero nadie sabe con
certidumbre si hay tal divinidad. Creo que ahora se discuten las ventajas y
desventajas de un suicidio gradual o simultáneo de todos los hombres del mundo.
Pero volvamos a lo nuestro.
Asentí.
—Cumplidos
los cien años, el individuo puede prescindir del amor y de la amistad. Los
males y la muerte involuntaria no lo amenazan. Ejerce alguna de las artes, la
filosofía, las matemáticas o juega a un ajedrez solitario. Cuando quiere se
mata. Dueño el hombre de su vida, lo es también de su muerte.
—¿Se
trata de una cita? —le pregunté.
—Seguramente.
Ya no nos quedan más que citas. La lengua es un sistema de citas.
—¿Y
la gran aventura de mi tiempo, los viajes espaciales? —le dije.
—Hace
ya siglos que hemos renunciado a esas traslaciones, que fueron ciertamente
admirables. Nunca pudimos evadirnos de un aquí y de un ahora.
Con
una sonrisa agregó:
—Además,
todo viaje es espacial. Ir de un planeta a otro es como ir a la granja de
enfrente. Cuando usted entró en este cuarto estaba ejecutando un viaje
espacial.
—Así
es —repliqué—. También se hablaba de sustancias químicas y de animales
zoológicos.
El
hombre ahora me daba la espalda y miraba por los cristales. Afuera, la llanura
estaba blanca de silenciosa nieve y de luna.
Me
atreví a preguntar:
—¿Todavía
hay museos y bibliotecas?
—No.
Queremos olvidar el ayer, salvo para la composición de elegías. No hay
conmemoraciones ni centenarios ni efigies de hombres muertos. Cada cual debe
producir por su cuenta las ciencias y las artes que necesita.
—En
tal caso, cada cual debe ser su propio Bernard Shaw, su propio Jesucristo y su
propio Arquímedes.
Asintió
sin una palabra. Inquirí:
—¿Qué
sucedió con los gobiernos?
—Según
la tradición fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones,
declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos
y pretendían imponer la censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa
dejó de publicar sus colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que
buscar oficios honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La
realidad sin duda habrá sido más compleja que este resumen.
Cambió
de tono y dijo:
—He
construido esta casa, que es igual a todas las otras. He labrado estos muebles
y estos enseres. He trabajado el campo, que otros cuya cara no he visto,
trabajarán mejor que yo. Puedo mostrarte algunas cosas.
Lo
seguí a una pieza contigua. Encendió una lámpara, que también pendía del cielo
raso. En un rincón vi un arpa de pocas cuerdas. En las paredes había telas
rectangulares en las que predominaban los tonos del color amarillo. No parecían
proceder de la misma mano.
—Esta
es mi obra —declaró.
Examiné
las telas y me detuve ante la más pequeña, que figuraba o sugería una puesta de
sol y que encerraba algo infinito.
—Si
te gusta puedes llevártela, como recuerdo de un amigo futuro —dijo con palabra
tranquila. Le agradecí, pero otras telas me inquietaron. No diré que estaban en
blanco, pero sí casi en blanco.
—Están
pintadas con colores que tus antiguos ojos no pueden ver.
Las
delicadas manos tañeron las cuerdas del arpa y apenas percibí uno que otro
sonido. Fue entonces cuando se oyeron los golpes.
Una
alta mujer y tres o cuatro hombres entraron en la casa. Diríase que eran
hermanos o que los había igualado el tiempo. Mi anfitrión habló primero con la
mujer.
—Sabía
que esta noche no faltarías. ¿Lo has visto a Nils?
—De
tarde en tarde. Sigue siempre entregado a la pintura.
—Esperemos
que con mejor fortuna que su padre.
Manuscritos,
cuadros, muebles, enseres; no dejamos nada en la casa.
La
mujer trabajó a la par de los hombres. Me avergoncé de mi flaqueza que casi no
me permitía ayudarlos. Nadie cerró la puerta y salimos, cargados con las cosas.
Noté que el techo era a dos aguas.
A
los quince minutos de caminar, doblamos por la izquierda. En el fondo divisé
una suerte de torre, coronada por una cúpula.
—Es
el crematorio —dijo alguien—. Adentro está la cámara letal. Dicen que la
inventó un filántropo cuyo nombre, creo, era Adolfo Hitler.
El
cuidador, cuya estatura no me asombró, nos abrió la verja.
Mi
huésped susurró unas palabras. Antes de entrar en el recinto se despidió con un
ademán.
—La
nieve seguirá —anunció la mujer.
En mi escritorio de la calle México guardo la tela que alguien pintará, dentro de miles de años, con materiales hoy dispersos en el planeta.
7 de abril de 2022
CORDERO ASADO - Roald Dahl
La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos lámparas de mesa encendidas, la suya y la de la silla vacía, frente a ella. Detrás, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un recipiente.
Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo.
De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel –estaba en el sexto mes del embarazo– había adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros que antes.
Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos minutos más tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la cerradura.
Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en cuanto entrara.
–¡Hola, querido! –dijo ella.
–¡Hola! –contestó él.
Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte para él y otra más floja para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso. Para ella ésta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su compañía después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir –como siente un bañista al calor del sol– la influencia que él irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente cuando el cansancio no le dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky le reanimaba un poco.
–¿Cansado, querido?
–Sí –respondió él–, estoy cansado.
Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido de una sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar.
Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al volver a dejar él su vaso sobre la mesa. Luego se levantó lentamente para servirse otro vaso.
–Yo te lo serviré –dijo ella, levantándose.
–Siéntate –dijo él secamente.
Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino.
–Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? –Le observó mientras él bebía el whisky–. Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como tú, que le hagan andar todo el día –dijo ella.
El no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su costura. Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los cubitos contra el cristal.
–Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es jueves.
–No –dijo él.
–Si estás demasiado cansado para comer fuera –continuó ella–, no es tarde para que lo digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aquí para que no tengas que moverte de la silla.
Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un signo de asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto.
–Bueno –agregó ella–, te sacaré queso y unas galletas.
–No quiero –dijo él.
Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos.
–Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas de cerdo y cordero, lo que quieras, todo está en la nevera.
–No me apetece –dijo él.
–¡Pero querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece.
Se levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lámpara.
–Siéntate –dijo él–, siéntate sólo un momento. Desde aquel instante, ella empezó a sentirse atemorizada –. Vamos –dijo él–, siéntate.
Se sentó de nuevo en su silla, mirándole todo el tiempo con sus grandes y asombrados ojos. Él había acabado su segundo vaso y tenía los ojos bajos.
–Tengo algo que decirte.
–¿Qué es ello, querido? ¿Qué pasa?
El se había quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada de tal forma que la luz de la lámpara le daba en la parte alta de la cara, dejándole la barbilla y la boca en la oscuridad.
–Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo –dijo–, pero lo he pensado bien y he decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo en seguida. Espero que no me lo reproches demasiado.
Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se movió en todo el tiempo, observándolo con una especie de terror mientras él se iba separando de ella más y más, a cada palabra.
–Eso es todo –añadió–, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero no hay otro modo de hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés bien cuidada. Pero no hay necesidad de armar un escándalo. No sería bueno para mi carrera.
Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le ocurrió que quizá él no había hablado, que era ella quien se lo había imaginado todo. Quizá si continuara su trabajo como si no hubiera oído nada, luego, cuando hubiera pasado algún tiempo, se encontraría con que nada había ocurrido.
–Prepararé la cena –dijo con voz ahogada.
Esta vez él no contestó.
Mary se levantó y cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco de náuseas y mareo. Actuaba como un autómata. Bajó hasta la bodega, encendió la luz y metió la mano en el congelador, sacando el primer objeto que encontró. Lo sacó y lo miró. Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de nuevo.
Era una pierna de cordero.
Muy bien, cenarían pierna de cordero. Subió con el cordero entre las manos y al entrar en el cuarto de estar encontró a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas a ella.
Se detuvo.
–Por el amor de Dios –dijo él al oírla, sin volverse–, no hagas cena para mí. Voy a salir.
En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo dos veces levantó la pierna de cordero congelada y le golpeó en la parte trasera de la cabeza tan fuerte como pudo. Fue como si le hubiera pegado con una barra de acero. Retrocedió un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue que él quedó tambaleándose unos segundos antes de caer pesadamente en la alfombra.
La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la ayudaron a salir de su ensimismamiento.
Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y confusa, y se quedó por unos momentos mirando el cuerpo inmóvil de su marido, apretando entre sus dedos el ridículo pedazo de carne que había empleado para matarle.
«Bien –se dijo a sí misma–, ya lo has matado.»
Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez. Como esposa de un detective, sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le era indiferente. En realidad sería un descanso. Pero por otra parte. ¿Y el niño? ¿Qué decía la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los mataban a los dos, madre e hijo? ¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué hacían?
Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse.
Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro. Luego se lavó las manos y subió a su habitación. Se sentó delante del espejo, arregló su cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las mejillas. Intentó sonreír, pero le salió una mueca. Lo volvió a intentar.
–Hola, Sam –dijo en voz alta. La voz sonaba rara también–. Quiero patatas, Sam, y también una lata de guisantes.
Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensayó varias veces. Luego bajó, cogió el abrigo y salió a la calle por la puerta trasera del jardín.
Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tiendas de comestibles.
–Hola, Sam –dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del mostrador.
–¡Oh, buenas noches, señora Maloney! ¿Cómo está?
–Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes.
El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes.
–Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche –le dijo–. Siempre solemos salir los jueves y no tengo verduras en casa.
–¿Quiere carne, señora Maloney?
–No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero.
–¡Oh!
–No me gusta asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez. ¿Usted cree que saldrá bien?
–Personalmente –dijo el tendero–, no creo que haya ninguna diferencia. ¿Quiere estas patatas de Idaho?
–¡Oh, sí, muy bien! Dos de ésas.
–¿Nada más? –El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía–. ¿Y para después? ¿Qué le va a dar luego?
–Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam?
El hombre echó una mirada a la tienda.
–¿Qué le parece una buena porción de pastel de queso? Sé que le gusta a Patrick.
–Magnífico –dijo ella–, le encanta.
Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonrió agradablemente y dijo:
–Gracias, Sam. Buenas noches.
Ahora, se decía a sí misma al regresar, iba a reunirse con su marido, que la estaría esperando para cenar; y debía cocinar bien y hacer comida sabrosa porque su marido estaría cansado; y si cuando entrara en la casa encontraba algo raro, trágico o terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica de dolor y de miedo. ¿Es que no lo entienden? Ella no esperaba encontrar nada. Simplemente era la señora Maloney que volvía a casa con las verduras un jueves por la tarde para preparar la cena a su marido.
«Eso es –se dijo a sí misma–, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las cosas de esta manera, no habrá necesidad de fingir.»
Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando una cancioncilla y sonriendo.
–¡Patrick! –llamó–, ¿dónde estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa y entró en el cuarto de estar. Cuando le vio en el suelo, con las piernas dobladas y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para ella.
Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió hacia su cuerpo, se arrodilló a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue fácil, no tuvo que fingir.
Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la jefatura de Policía, y cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella gritó:
–¡Pronto! ¡Vengan en seguida! ¡Patrick ha muerto!
–¿Quién habla?
–La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney.
–¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto?
–Creo que sí –gimió ella–. Está tendido en el suelo y me parece que está muerto.
–Iremos en seguida –dijo el hombre.
El coche vino rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los reconoció a los dos en seguida –en realidad conocía a casi todos los del distrito– y se echó en los brazos de Jack Nooan, llorando histéricamente. El la llevó con cuidado a una silla y luego fue a reunirse con el otro, que se llamaba O’Malley, el cual estaba arrodillado al lado del cuerpo inmóvil.
–¿Está muerto? –preguntó ella.
–Me temo que sí… ¿qué ha ocurrido?
Brevemente, le contó que había salido a la tienda de comestibles y al volver lo encontró tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió una pequeña herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la mostró a O’Malley y éste, levantándose, fue derecho al teléfono.
Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a uno de los cuales conocía de nombre. Más tarde, un fotógrafo dela Policía que tomó algunos planos y otro hombre encargado de las huellas dactilares. Se oían cuchicheos por la habitación donde yacía el muerto y los detectives le hicieron muchas preguntas. No obstante, siempre la trataron con amabilidad.
Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick llegó ella estaba cosiendo, y él se sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar. Dijo que había puesto la carne en el horno –allí estaba, asándose– y se había marchado a la tienda de comestibles a comprar verduras. De vuelta lo había encontrado tendido en el suelo.
–¿A qué tienda ha ido usted? –preguntó uno de los detectives.
Se lo dijo, y entonces el detective se volvió y musitó algo en voz baja al otro detective, que salió inmediatamente a la calle.
«…, parecía normal…, muy contenta…, quería prepararle una buena cena…, guisantes…, pastel de queso…, imposible que ella…»
Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos hombres entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se fue el hombre de las huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se quedaron. Fueron muy amables con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a otro sitio, a casa de su hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría de ella y la acostaría.
–No –dijo ella.
No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en aquel momento. ¿Les importaría mucho que se quedara allí hasta que se encontrase mejor? Todavía estaba bajo los efectos de la impresión sufrida.
–Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco? –preguntó Jack Nooan.
–No –dijo ella.
Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se sintiera mejor, se levantaría.
La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misión. De vez en cuando uno de los detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan le hablaba cuando pasaba por su lado. Su marido, le dijo, había muerto de un golpe en la cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro. Ahora buscaban el arma. El asesino podía habérsela llevado consigo, pero también cabía la posibilidad de que la hubiera tirado o escondido en alguna parte.
–Es la vieja historia –dijo él–, encontraremos el arma y tendremos al criminal.
Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado.
–¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? –le preguntó–. ¿Le importaría echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo, o un jarrón de metal?
–No tenemos jarrones de metal –dijo ella.
–¿Y un atizador?
–No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje.
La búsqueda continuó.
Ella sabía que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus pisadas en la grava y a veces veía la luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana. Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de la repisa de la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones empezaron a sentirse fatigados.
–Jack –dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado–, ¿me quiere servir una bebida?
–Sí, claro. ¿Quiere whisky?
–Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor. Le tendió el vaso.
–¿Por qué no se sirve usted otro? –dijo ella–; debe de estar muy cansado; por favor, hágalo, se ha portado muy bien conmigo.
–Bueno –contestó él–, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago para seguir trabajando.
Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco incómodos por la presencia de ella y trataban de consolarla con inútiles palabras.
El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo:
–Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que tiene el horno encendido y la carne dentro?
–¡Dios mío! –gritó ella–. ¡Es verdad!
–¿Quiere que vaya a apagarlo?
–¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias.
Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y profundos ojos.
–Jack Nooan –dijo.
–¿Sí?
–¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros?
–Si está en nuestras manos, señora Maloney…
–Bien –dijo ella–. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick, tratando de encontrar al hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos porque hace rato que ha pasado la hora de la cena, y sé que Patrick, que en gloria esté, nunca me perdonaría que estuviesen en su casa y no les ofreciera hospitalidad. ¿Por qué no se comen el cordero que está en el horno? Ya estará completamente asado.
–Ni pensarlo –dijo el sargento Nooan.
–Por favor –pidió ella–, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que había en la casa cuando él estaba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me harían un favor si se lo comieran. Luego, pueden continuar su trabajo.
Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la cocina y cenar. La mujer se quedó donde estaba, oyéndolos a través de la puerta entreabierta. Hablaban entre sí a pesar de tener la boca llena de comida.
–¿Quieres más, Charlie?
–No, será mejor que no lo acabemos.
–Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor.
–Bueno, dame un poco más.
–Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al pobre Patrick —decía uno de ellos—, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho trizas.
–Por eso debería ser fácil de encontrar.
–Eso es lo que a mí me parece.
–Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada, más tiempo del necesario. Uno de ellos eructó:
–Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa.
–Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?
En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.
11 de marzo de 2022
EL 0 Y EL 1 (César Brandon)
El 0 y el 1
Uno no quería contar con
nadie, y Uno no entendía por qué era impar si antes de él había alguien.
Uno no quería contar con nadie, y Uno sentía que después de él estaba el infinito.
Y a Uno lo sempiterno le daba miedo, así que Uno, muerto de pavor, se fijó en Cero.
Y cuando Uno vio a Cero, pensó que cero era el número más bonito que había visto y que, aun viniendo antes que él, era entero.
Uno pensó que en Cero había encontrado el amor verdadero, que en Cero había encontrado a su par, así que decidió ser sincero con Cero y decirle que aunque era un cero a la izquierda, sería el cero que le daría valor y sentido a su vida.
Eso de ser el primero ya no le iba, así que debió hacer una gran bienvenida.
Juntos eran pura alegría y se completaban. Uno tenía cero tolerancia al alcohol, pero con Cero se podía tomar una cerveza cero por su aniversario, aunque para eso tuviesen que inventarse una fecha cero en el calendario.
Cero era algo cerrado y le costaba representar textos pero, junto a Uno, hacían el perfecto código binario.
Eran los dígitos del barrio y procesaban el amor a diario, pero uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde, así que Uno perdió a Cero.
Y para cuando Uno se dio cuenta, Cero ya contaba de la mano con Menos Uno, que a pesar de ser algo negativo le trataba como una reina.
A Cero le gustaba que Menos Uno fuera original, tener un hueco en Menos Uno, un guion con el que podían jugar.
Cero le gustaba que Menos Uno no fuese uno más, que Menos Uno no fuese ordinal.
Que fuese justamente competitivo y que cuando jugasen al UNO, Menos Uno no le dejase ganar.
Cero sentía que a diferencia de Uno, Menos Uno sí le trataba como un número de verdad.
Y Menos Uno no ponía peros, ni pretendía darle valor a cero poniendo comas entre ellos.
Menos Uno no tenía complejos,
y cuando hacían el amor, a menos uno le encantaba estar bajo cero.
Y Uno, una vez más se volvió a quedar solo, separado como una unidad.
Sin Cero, su vida se consumía como una vela. Sin Cero, el tiempo en él hacía mella...
Y Uno empezó a contar pero sin Cero, se olvidó de los besos de Cero, del sexo con Cero, de los celos de Cero...
Y uno empezó a contar, pero sin Cero.
Uno se olvidó de Cero y le
dijo adiós. Uno se olvidó de Cero y tal vez hasta del amor, y empezó a contar
hasta lo que más miedo le daba: hasta el infinito.
... O tal vez solo hasta dos.